Ariadna no murió de diabetes

Ayer, #11deMayo, el Comité para la Libertad de los Presos Políticos (@clippve) anunció la muerte de Ariadna Pinto, una joven de 20 años cuya vida fue apagada por la maquinaria del poder que rige en Venezuela. Su historia no es un caso aislado, pero su brutal desenlace nos enfrenta de nuevo al hecho de que en Venezuela, la crueldad no es un accidente del sistema; es el sistema mismo.

Ariadna fue detenida en agosto de 2024 tras protestar contra el fraude electoral del 28 de julio. Acusada de “incitación al odio” y “terrorismo” por una jefa de calle, su vida dio un giro fatal. Diagnosticada con diabetes tipo I desde los 10 años y con hipertensión arterial a los 19, su salud colapsó en el encierro: hiperglucemias extremas, retención de líquidos, convulsiones. Fue hospitalizada, pero devuelta a su celda sin tratamiento adecuado. Incluso internada, la mantuvieron esposada, un gesto que no era solo humillante, sino profundamente inhumano. Su madre, Elizabeth Pinto, asumió sola los costos médicos, sostenida por la solidaridad de amigos. El Estado ni siquiera fingió cuidarla. Excarcelada en diciembre bajo presión pública, Ariadna ya estaba al límite. El 10 de mayo, un paro respiratorio puso fin a su sufrimiento.

Ariadna no murió por su enfermedad. La mató el sistema de la crueldad: la vecina que la denunció, los carceleros que la esposaron, los jueces que ignoraron su deterioro, el hospital que la devolvió a su celda sin cuidado alguno, y un gobierno que ve en su cuerpo rendido un “ejemplo” para silenciar a otros.

Apenas una semana antes, el 5 de mayo, el país lloraba otro joven muerto: Lindomar Amaro Bustamante, quien se suicidó en la cárcel de Tocorón tras meses de torturas, aislamiento y desesperación.

Estas tragedias evocan lo que Hannah Arendt describe en Los orígenes del totalitarismo como “muertes superfluas”. En los regímenes totalitarios, las personas son reducidas a seres prescindibles, vidas que no importan, cuerpos que estorban en la lógica del poder. Ariadna y Lindomar fueron superfluos para el régimen madurista: su existencia, su dolor, su humanidad no tuvieron valor. Negarles tratamiento, dejarlos morir, es un mensaje deliberado: protestar acarrea el mas alto costo.

La crueldad se ha convertido en una herramienta de gobierno, y no necesita torturas públicas ni ejecuciones espectaculares. Le basta con esposar a una joven moribunda en una cama de hospital, con dejar sin medicamentos a un preso enfermo, con hacer desaparecer a un defensor de derechos humanos. Es una crueldad silenciosa, burocrática, que opera a sabiendas que no enfrentará consecuencias.

Primo Levi decía sobre Auschwitz: “Aquí no hay porqués”. En Venezuela, la muerte de Ariadna no tiene un “porqué” que el régimen deba justificar. Simplemente ocurre, porque el sistema está diseñado para que ocurra.

El fin de semana que marcó la muerte de Ariadna también trajo una ola de abusos que parecen respuesta al golpe simbólico de la “Operación Guacamaya”. La represión se intensificó con sabor a venganza:

  • El 8 de mayo, Magalli Meda, mano derecha de María Corina Machado, denunció que encapuchados allanaron su casa. Al día siguiente, invadieron la vivienda de su madre y robaron su vehículo.

  • El 9 de mayo, Eduardo Torres, defensor de derechos humanos protegido por la CIDH, desapareció, levantando temores de una desaparición forzada.

  • El 10 de mayo, Andreína Baduel exigió pruebas de vida de su hermano Josnars, preso incomunicado y torturado en El Rodeo I.

  • Ese mismo día, el opositor Beto Villalobos denunció un nuevo allanamiento a su vivienda en Puerto La Cruz.

Hoy, frente a esta maquinaria de crueldad, toca nombrar, documentar y resistir, para que esas muertas no sean superfluas. Como me dijo una amiga periodista: “Escribir, registrar, denunciar, alimentar la conciencia pública es más urgente que nunca”. La memoria de Ariadna, Lindomar y tantos otros no puede ser superflua. Sus historias deben ser un recordatorio de que, mientras el régimen apuesta por el olvido, nuestra tarea es no resignarnos. Solo así podremos desmantelar un sistema que ha hecho de la crueldad su forma más pura de poder.

11 de mayo: ¿PDVSA China?

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¿PDVSA es de China?

Eso denunció el #10deMayo el sindicalista petrolero Iván R. Freites en su cuenta en X. Según reveló, el gobierno de Maduro habría entregado el control operativo de PDVSA a China Concord Petroleum Co. Limited (CCPC), una empresa registrada en Hong Kong, sancionada por la OFAC, y vinculada desde hace años al contrabando estructural de crudo venezolano hacia Asia.

El traspaso, ejecutado en secreto, incluye instalaciones clave: desde los pozos de la Costa Oriental del Lago hasta el Centro de Refinación Paraguaná. Y, según Freites, vendría acompañado por el **reemplazo de miles de trabajadores venezolanos.

Este movimiento, de confirmarse, no representa cooperación energética, sino desposesión estratégica.

PDVSA, que alguna vez fue símbolo de soberanía, parece que pasará a responder a intereses cuya trazabilidad es deliberadamente opaca.

¿Quién está realmente detrás de CCPC?

La China Concord Petroleum Co. Limited (CCPC) está sancionada, opera desde Hong Kong y ha sido pieza clave para ocultar el origen del crudo venezolano en docenas de rutas hacia Asia. Su composición accionaria es un misterio.

Pero sí hay precedentes: Alex Saab, operador financiero del madurismo, levantó una estructura de empresas fachada en Hong Kong, Dubái y Turquía, diseñadas para mover oro, alimentos y petróleo lejos de cualquier sistema de control internacional.

Por eso cabe preguntarse:

¿Y si CCPC no fuera realmente china?
¿Y si fuera solo otra máscara del aparato económico del madurismo, disfrazada de inversión extranjera?
Una fachada útil para desplazar trabajadores, saquear infraestructura y consolidar el poder económico del madurismo.

No es una hipótesis descabellada. En el ecosistema madurista, la extranjerización de activos no es apertura, sino reorganización interna con papeles extranjeros. Se finge pragmatismo, pero es el mismo saqueo que ya conocemos.

Más que tablero, campo de saqueo

A primera vista, este episodio se inscribiría en la narrativa de Venezuela como tablero de la nueva Guerra Fría. Mientras Washington celebra gestos como la Operación Guacamaya —la liberación del Estado Mayor de María Corina Machado—, Beijing avanza sin cámaras ni aplausos.

Pero esa narrativa de Venezuela como tablero estratégico global se sostiene más por inercia que por hechos. El país no es el centro de una pugna entre potencias, sino una periferia del desorden global actual.

En palabras de la politóloga Eglée González Lobato:

La única ‘extracción’ que habrá en Venezuela será la del petróleo que se llevará China,

ironizando sobre la política de Machado para “liberar” a Venezuela.

Mientras la oposición apuesta al colapso y el madurismo entrega recursos a cambio de protección geopolítica, el país se licúa sin resistencia ni condiciones.

No hay disputa entre modelos de ejercer soberanía. Hay subasta cruzada.
El madurismo pone la renta sobre la mesa. La oposición la promete a futuro.

Entre ambos, el país al mejor postor.

6 de mayo—El operativo de Caracas no cambia el poder, pero matiza el ánimo y allí recomienza todo

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Este #6demayo cerró con una victoria para Venezuela: cinco miembros del equipo más cercano a María Corina Machado fueron liberados de su encierro implacable en la embajada de Argentina en Caracas, donde pasaron más de un año bajo asedio y amenaza constante de la dictadura. La noticia emocionó a todos, incluso a los escépticos, porque esos cinco eran todos: vivimos como ellos, sitiados, amenazados en nuestras libertades, atrapados en un país que de alguna manera reproduce más un estado de sitio que una república. Por eso este escape conmueve, no porque resuelva nada, sino porque demuestra que el cerco puede romperse. Que se le ha abierto a la dictadura otra grieta por donde se oxigena la esperanza.

@SecRubio anunció la operación desde Washington como el éxito de una operación “de precisión”. No dio detalles, y esa omisión fue el punto de partida de algo tan importante como la fuga: la guerra narrativa.

Conozco esa casa. Mis hijos se bañaron en su piscina. Compartí más de un asado en su jardín. La operación no fue militar, aunque cierta oposición quiera venderla así. Imagínense a Trump y a Fox si les hubieran servido un Entebbe caribeño: nada excita más la fantasía gringa que una proeza militar en una república bananera gobernada por un tirano. El silencio de Trump fue elocuente, dejando que “Little Marco” se quedara con los laureles. La tardanza del madurismo en reaccionar no fue menos reveladora: negociación no fue. La oposición habló de una operación de engaño como de película; otros, de fisuras internas. Tal vez no fue ni epopeya ni traición, sino algo más simple: dinero. En la Venezuela arruinada de hoy, la plata compra puertas, voluntades y silencios. Sobre todo entre uniformados.

Da igual: lo relevante es el hecho político. El madurismo sufre otra humillación. ¿Pero el hecho lo debilita? Si hubo complicidad, hay traición. Si no la hubo, hay ineptitud. En cualquier caso, el hecho erosiona su imagen de invulnerabilidad. Y un régimen como este no se sostiene solo por fuerza, sino por miedo. Por la idea de que nadie puede burlar su control. Esa idea quedó, de nuevo, golpeada. Pero conviene no exagerar. No es la primera vez que el régimen queda en evidencia ante una fuga. Leopoldo López en 2020. Antonio Ledezma en 2017. Ambos bajo custodia directa del Estado. Y el poder no se resintió. Ni se fragmentó el control militar. Ni se debilitó el aparato represivo. Lo que se resquebraja en estos casos no es el poder duro, sino el relato de control total. No cambian la realidad, pero la interrumpen. Y en regímenes como este, interrumpir ya es una forma de disputa.

Eso no impide que este tipo de gestos alimenten, también, narrativas tóxicas. Como la del salvador externo. Para quienes apuestan por la abstención y por “otros medios” — es decir, una intervención extranjera — , la operación confirma su tesis: no hay salida interna. Solo con la ayuda de una potencia se puede resolver esto. Y ese argumento, aunque seductor, es veneno. Porque si la libertad nos la tienen que servir desde afuera, y no la bregamos nosotros, es espejismo. Ahí está el verdadero riesgo: que la espectacularidad del momento reavive el viejo reflejo de esperar que “otro” venga a salvarnos. Ya lo advertimos en otro momento, cuando dijimos que “votar es resistir antes del asalto final”. La historia es clara: solo cuando se ha votado en masa — en 2015, en 2024 — el poder ha sentido vértigo. Solo la participación ha producido grietas reales. Por eso el régimen criminaliza el voto más que cualquier otra cosa. Porque, a diferencia de las fugas, el voto no solo rompe el relato: también amenaza el poder.

El relato importa, pero no basta

Pero no hay que subestimar el valor del relato. El único logro político de esta operación — y no es menor — está allí: en mostrar que el control no es absoluto. Que el cerco puede romperse. Que el poder puede ser burlado. Los regímenes autoritarios dependen tanto del relato como de las armas. El relato de que todo está atado, de que todo se sabe, de que nadie escapa. Esta operación les mete el dedo en el ojo, por no usar un término más escatológico. Y eso pesa. Sobre todo cuando el régimen intenta, en paralelo, montar una elección sin competencia para mayo, y cocina una reforma constitucional para pasar del poder de facto al poder de jure. Allí sí importa lo simbólico: que la gente cuestione su relato de control justo cuando se intenta reescribir las reglas del juego.

El golpe a la narrativa del “no se puede” es también uno de los efectos políticos. Durante años, el régimen ha sembrado la idea de que nada cambia, que toda resistencia es inútil, que el control es total. Esta fuga no rompe ese control, pero, una vez más, lo contradice. Y en esa grieta se cuela algo peligroso para el poder: la fe. No en un plan concreto, no en una hoja de ruta, sino en la posibilidad misma de cambio. Esa es la base del mensaje de Machado: que sí se puede. Lo demostró el 28J y ahora, esta operación, lo refuerza. Le da carne a su fe política. Por errada que pueda parecer su lógica, el solo hecho de sostenerla se vuelve subversivo para el madurismo y puede alimentar su capacidad de convocatoria para su organización clandestina, VEN.

Mientras todo esto pasa, Maduro intenta sostener una mueca de sonrisa en Moscú, desfilando junto a los herederos de la vieja gloria soviética. Marchas, medallas, tanques. Puro decorado. Y en la tribuna él, creyéndose estadista en el Día de la Victoria, mientras en Caracas le metían el dedo — no solo en el ojo — sino en la autoridad. Cinco escapaban por la puerta de atrás y él jugando al nuevo Assad. Pocas veces una puesta en escena ha contrastado tanto con la pérdida de control real. Ni el manual del G2 lo habría escrito mejor.

No es caída, pero duele igual

Nada de esto tumba al poder. Pero lo expone, una vez más. La historia muestra que, en dictaduras largas como esta, donde todo parece inmóvil, a veces el cambio empieza por una grieta en el relato, no por una fractura en el poder. Que cinco personas hayan escapado de ese cerco — por traición, por astucia o por dinero — no resuelve el drama venezolano. Pero lo interrumpe. Lo cuestiona. Y, sobre todo, lo vuelve a poner en disputa. Esto no cambia el poder. Pero cambia el ánimo. Y cuando el ánimo se expresa en voluntad concreta de cambio — como el 28 de julio de 2024 — , recuperar la fe en que sí se puede no es menor: puede ser, otra vez, el principio de todo.

Asfixiar para gobernar: informe HRW y el modelo de control total del madurismo

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Este 30 de abril, Human Rights Watch publicó un informe que debería romper el silencio de los cínicos. El documento no es un recuento de abusos dispersos. Es el registro sistemático de una maquinaria represiva activada después del 28 de julio de 2024, cuando millones de venezolanos barrieron al madurismo en las urnas.

El título del informe lo dice todo: “Castigados por buscar un cambio”. Este es el principio que hoy rige en Venezuela: se castiga todo lo que cuestione el orden establecido. Pero con especial énfasis, se castiga la intención de alternancia.

El voto fue una declaración de futuro. Y el futuro fue respondido con desapariciones, tortura, ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, persecución a familiares, acoso judicial. ¡Todo documentado! Con nombres, fechas, lugares. Y creo que en ello radica la solidez del informe, en la documentación de los casos que presenta.

Estos casos no son excesos individuales de las fuerzas represivas. Son procedimientos sistemáticos ejecutados en coordinación con grupos paramilitares conocidos como “colectivos”. Estas organizaciones, lejos de ser espontáneas, operan con el amparo del Estado en una simbiosis funcional: el régimen les tolera el tráfico, la extorsión y otras actividades criminales a cambio de control territorial y represión extralegal. Actúan donde las instituciones se retiran, y lo hacen con plena conciencia del poder que les ha sido delegado. El patrón se repite en distintos estados, con diferentes víctimas, pero con la misma lógica de intimidar, borrar, desmovilizar. Es la firma de un Estado mafioso, que se disfraza de legalidad para aplicar métodos fascistas.

Este nuevo ciclo no es simplemente “represión poselectoral”. Es una etapa superior: la consolidación de una arquitectura de terror. El aparato de inteligencia se perfecciona, la conexión con colectivos armados se profundiza, el sistema judicial se vuelve instrumento de venganza. Ya no hay vacío legal: hay vacío moral. El informe desmiente públicamente al fiscal Tarek William Saab en varias instancias, retratándolo como un apéndice instrumental a la maquinaria represiva del madurismo.

Este informe también dinamita una fantasía: que con presión diplomática suficiente, el madurismo podría convivir con una oposición mayoritaria. Derrumba, además, la hipótesis de que una brecha de votos amplia bastaría para empujarlo a dejar el poder. No puede. No quiere. No lo hará jamás. Como algunos hemos advertido, el madurismo solo abandonará el poder por una acción que lo obligue a hacerlo — sea cual sea su naturaleza. No es un adversario dentro del campo democrático: es un ente que ha roto todos los puentes, ha quemado todos los barcos y ha clausurado todo margen de reinserción institucional. El informe se suma a una larga lista de expedientes que lo demuestran, pero su novedad no es la crudeza — ya sabida — sino el contexto. Enmarcada en la fase poselectoral, la represión adquiere una dimensión política única: no es castigo por la rebelión, sino por la participación. Es la reacción estructural de un régimen que entendió que, si no pudo ganar, solo podía aplastar. Como en Myanmar tras las elecciones de 2020, lo que sigue al voto no es el respeto al resultado, sino la militarización del rechazo.

Pero la pregunta central que este documento plantea es más incómoda: ¿qué sentido tiene el voto en un sistema que castiga al que gana? Y más aún: ¿cuánto más necesita documentarse para que la Corte Penal Internacional actúe con la misma urgencia que ha mostrado en casos como el de Rusia o Israel? El informe no solo denuncia: exige. No solo muestra crímenes: demanda consecuencias. Llama también a otros actores internacionales — gobiernos, organismos multilaterales, redes de derechos humanos — a respaldar las investigaciones, proteger a las víctimas y ejercer una presión diplomática proporcional a la gravedad de los hechos. Pero la CPI es, por su mandato y legitimidad, el punto focal ineludible de esa exigencia.

He sostenido siempre que el voto en dictadura debe ser usado como herramienta estratégica. Creo que el voto en dictadura tiene sentido estratégico no porque garantice un cambio, sino porque abre escenarios. No es un fin, es una grieta. Una posibilidad para movilizar al conjunto social, fracturar la narrativa del poder, producir momentos donde lo impredecible entra en juego. El voto fragiliza al sistema, lo obliga a responder, lo expone. Esa ha sido siempre mi apuesta: no que se cobre la victoria automáticamente, sino que el intento mismo desestabilice la maquinaria autoritaria. Pero esto va más allá. El informe de HRW documenta que votar no solo no basta, sino que se penaliza. Que las elecciones no son el último vestigio de la democracia, sino el nuevo escenario del castigo.

El dilema está planteado con brutal claridad: o seguimos fingiendo que hay procesos, o aceptamos que estamos ante un sistema de poder que ha clausurado cualquier posibilidad pacífica de transición.

Eso no significa resignarse. Significa hablar claro. El primer paso para recuperar la democracia es dejar de prestarle el nombre a su simulacro.

Este informe de HRW no llega en el vacío. Ayer mismo, Provea publicó su informe anual sobre el estado general de los derechos humanos en Venezuela en 2024, una radiografía integral de un país devastado por el autoritarismo. No se trata solo de condiciones laborales miserables o represión en el ámbito sindical, sino de un cuadro completo de regresión cívica, institucional y social. El informe da cuenta de la continuidad del uso sistemático de la represión, de la exclusión, de la persecución política, de la criminalización de la protesta, de la emergencia humanitaria prolongada y de la impunidad como política de Estado. Lo que presenta Provea es el otro lado del mismo monstruo: el régimen no solo reprime a quienes lo enfrentan en la arena electoral, sino que castiga a quien simplemente pretende sobrevivir con dignidad.

Provea y HRW, desde trincheras distintas, han dibujado en paralelo un mismo país: uno donde el Estado ya no garantiza derechos, sino que los revierte; no protege a los ciudadanos, sino que los disciplina. Un país donde expresarse, organizarse o simplemente exigir respeto puede costar el trabajo, la libertad o la vida.

No se trata solo de represión ni de pobreza. Se trata de una estructura de poder que combina ambas: hambre y miedo, como pilares de gobernabilidad. Es el mismo sistema que antes nos sometía con carencias y ahora nos asfixia con violencia. Es ahí donde la metáfora del “Estado anaconda” cobra sentido: una estructura que envuelve al país con sus anillos — control económico, terror político, destrucción institucional — , que aprieta cuando hay movimiento y afloja solo cuando la presa ya está inmóvil. La anaconda no solo mata: transforma el cuerpo que devora hasta volverlo irreconocible. Así opera este régimen: asfixia para gobernar, devora para perpetuarse.

Ayer, como si hiciera falta una nota de sarcasmo oficial en vísperas del 1 de mayo, Maduro anunció un supuesto “aumento” salarial. Pero no tocó el salario mínimo, que sigue congelado en 1,5 dólares mensuales. Lo que aumentó fueron los bonos: de 90 a 120 dólares, más un bono alimentario de 40 dólares. Todo atado al dólar BCV. Todo sin incidencia en prestaciones, vacaciones, pensiones. Una política diseñada no para reconocer derechos, sino para institucionalizar la precariedad. Para cambiar el lenguaje sin tocar el modelo.

Este “aumento” es coherente con el tipo de capitalismo que el madurismo persigue: uno donde el trabajo no genera dignidad ni derechos, sino sumisión y subsidios. Un modelo más cercano al despotismo laboral asiático que a cualquier noción de justicia social. La dictadura ya no oculta su lógica: salarios simbólicos, bonos clientelares, represión como respuesta a la protesta laboral. El madurismo ha convertido el 1 de mayo en una ceremonia de humillación colectiva. Lo que ha construido no es un modelo económico: es un sistema de control social mediante escasez, miedo y dependencia. Lo llaman revolución, pero funciona como un Estado anaconda: se enrosca sobre el cuerpo social, lo asfixia lentamente, y solo afloja cuando la presa ya no se mueve.

Reencuadrar la resistencia

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Cómo, creo, se debe salir de la trampa discursiva en la elección de mayo

En Venezuela ya no votamos para elegir.

Votamos dentro de un régimen que transformó el sufragio en un simulacro: una puesta en escena de legalidad que encubre el despojo.

Como bien expone [Jeudiel Martínez] (https://www.caracaschronicles.com/2025/04/15/what-if-its-venezuelan-society-that-collapses-not-the-regime/?lang=es), el voto, tal como lo conocíamos, ya no existe.

Entonces, ¿por qué siquiera considerar participar en las elecciones regionales de mayo?

La verdadera pregunta no es “¿por quién votar?”, sino**: ¿para qué participar?**

I. Dos marcos estériles que dominan el debate

El debate público está atrapado entre dos polos que, aunque opuestos, terminan reforzando el mismo marco de legitimidad del régimen:

  • La abstención moralista, que parte del principio de que participar sería una traición a la dignidad del pueblo y al mandato del 28J.

  • La competencia colaboracionista, que acepta las reglas del juego amañado en nombre de “preservar espacios” o capitalizar cuotas de poder.

Ambas posturas, por razones distintas, juegan dentro de los límites definidos por el madurismo.

Y como advierte George Lakoff, quien define el marco del discurso, domina el terreno.

II. El frame abstencionista: tener razón ≠ tener poder

María Corina Machado y Edmundo González, elegidos por una mayoría que el régimen despojó, sostienen que no puede haber nueva elección sin reconocer el triunfo del 28J.

Es un argumento ético-jurídico impecable.

Pero no es una estrategia de poder.

No hay una hoja de ruta clara para “cobrar”.

No hay plan de movilización, ni articulación social, ni uso táctico del momento político.

Y mientras tanto, las condiciones empeoran:

  • Represión post-electoral que diezmó redes ciudadanas.
  • Promesas fallidas, como la expectativa creada para el 10 de enero.
  • Paralización del músculo organizativo.

El abstencionismo, así planteado, se vuelve reactivo. Moralizante.

Y deja el terreno libre para el régimen.

III. El frame colaboracionista: un contrincante a la medida

Henrique Capriles fue inhabilitado por años… hasta que súbitamente el régimen lo habilitó para estas elecciones.

No hace falta ser malpensado para sospechar.

Todo indica que lo necesitan como contrincante funcional: lo suficientemente conocido, pero sin capacidad de movilizar ni ganar.

Capriles, en lugar de convertir su habilitación en denuncia viva — “me habilitan para dividir” — , se sumó al juego electoral como candidato.

El resultado es un debate estéril entre “verdaderos opositores” y “colaboracionistas”.

Un marco que solo beneficia al poder: divide, desgasta, distrae.

IV. El nuevo framing: participar como sabotaje estratégico

No se trata de elegir entre Capriles o Machado.

Se trata de elegir otro marco de acción:

  • No votamos porque creamos en el sistema. Votamos para usar la elección como trinchera.
  • No votamos para elegir. Votamos para desgastar la dictadura.
  • No votamos por candidatos. Votamos contra el poder establecido.
  • No aceptamos la elección como fin. La usamos como medio de reorganización y presión.

Esto no es idealismo.

Es cálculo. Es lenguaje de poder.

Y más aún: mayo no es un evento aislado.

Es la antesala del referéndum constitucional que busca consolidar la hegemonía madurista por otra vía.

Si no hay organización ahora, seremos tomados divididos y sin capacidad de respuesta.

Mayo es el ensayo. El referéndum será el asalto final.

V. Conclusión: recuperar la iniciativa, cambiar el marco

Participar no es creer.

Y abstenerse, en este momento, no es resistir.

**Lo que necesitamos no es otra elección. **

Lo que necesitamos es convertir esta elección en un momento de reorganización política, exposición internacional y reconstrucción del tejido cívico.

No se trata de “votar por alguien”.

Se trata de no renunciar al espacio político.

De convertir cada evento electoral en una grieta más en el sistema.

Por eso, antes que candidatos, necesitamos una narrativa: una estrategia de confrontación simbólica y un nuevo encuadre que coloque la disputa en otro terreno, no en el del madurismo.

Votar para Resistir, Antes del Asalto Final, a pesar del Fraude

En Venezuela, la derrota de la democracia no se marca con un evento, sino por una larga cadena de traiciones.

El 28 de julio de 2024, esa cadena añadió su eslabón más doloroso: el robo descarado del voto popular, la negación flagrante de la voluntad ciudadana. Esa herida permanece abierta. No puede ni debe olvidarse.

Hoy, el poder convoca elecciones regionales para mayo de 2025 con un propósito evidente: consolidar su control territorial y allanar el camino para su próxima maniobra estratégica, un referéndum que impondría una nueva Constitución, sellando el cierre definitivo del sistema político y extinguiendo toda posibilidad de alternancia en el poder.

Sabemos que la cancha está inclinada. Sabemos que el árbitro es cómplice. Sabemos que las cartas están marcadas. Sabemos que el fraude será sistemático. Sabemos que los resultados ya están escritos.

Entonces, ¿por qué participar?

La respuesta no es ingenua, sentimental ni visceral; debe ser estratégica.

No votamos por confiar en el proceso. Votamos porque la resistencia organizada sigue siendo esencial para debilitar al régimen, fortalecer nuestro músculo cívico y enfrentar el inminente asalto constitucional. Quizás, en determinados contextos, la abstención puede ser una forma legítima de resistencia cívica. No negamos que, bajo determinadas condiciones, negarse a participar sea un rechazo poderoso al sistema. Sin embargo, en la Venezuela actual, donde la abstención no se articula como acción colectiva organizada, sino como dispersión individual, creemos que votar estratégicamente — como un acto de resistencia activa, visible y estructurada — ofrece una mejor oportunidad para socavar al régimen y sostener el músculo cívico ante el asalto constitucional que se avecina.

La ruptura de confianza

El pueblo venezolano ha demostrado su voluntad de cambio: en las primarias de 2023, en las elecciones de 2024, en el rechazo masivo al referéndum sobre el Esequibo, en las luchas laborales, estudiantiles, y en la exigencia de justicia por los presos políticos.

Sin embargo, esa voluntad ha sido traicionada no solo por la colaboración oportunista de algunos sectores, sino también, dolorosamente, por el liderazgo que convocó la movilización popular y luego no supo acompañarla.

Cuando el fraude del 28J generó una rebelión popular, el liderazgo no estuvo allí. Cuando se prometió “cobrar” con la instalación de un nuevo gobierno el 10 de enero, se alimentaron expectativas que luego fueron defraudadas. Esta doble ruptura profundizó la desconfianza popular y minó la capacidad de convocatoria.

Hoy, la mayoría política persiste, pero su cohesión emocional ha sido gravemente dañada.

Este hecho debe ser reconocido con humildad, no negado ni minimizado, para poder abrir una nueva etapa de reconstrucción cívica real.

¿Por qué participar, entonces?

Participar en mayo de 2025 no es un acto de fe. Tampoco es una validación del sistema.

Es, ante todo, una apuesta estratégica basada en cinco razones fundamentales:

  1. La abstención no impide la legitimación: El régimen llenará los cargos igual, incluso con bajísima participación. Pero el silencio facilita su narrativa de normalidad. La resistencia visible lo desestabiliza.
  2. Votar no es legitimar: El régimen ya perdió toda legitimidad. De eso no se regresa. Pero aún puede imponerse por la fuerza. Votar no es reconocerlo: es rechazar la imposición del silencio, es negarse a dejarles solos en la cancha con su brutalidad. La dictadura no teme al voto por lo que pueda contar, sino por lo que puede convocar.
  3. Hay que mantener vivo el músculo organizativo: Cada elección es una oportunidad para ensayar redes de protección y organización territorial. Sin ejercicios de organización, el cuerpo cívico se atrofia.
  4. Fragilidad acumulativa: El régimen madurista no es un poder monolítico, sino una hidra: cuando pierde una cabeza, se adapta, se regenera, muta. Pensar que caerá de un guamazo, una fecha clave o un desenlace heroico es ignorar su naturaleza. Solo el desgaste acumulado, repetido, organizado, puede mermarle. Cada elección, cada denuncia pública, cada red que se activa, es una grieta más que acumula su fragilidad.
  5. Prepararse para la verdadera batalla: El referéndum constitucional será un hito estratégico. Llegar a esa cita con un movimiento cívico desmovilizado sería un suicidio político.

¿Cómo participar sin ser absorbidos?

La clave está en cambiar el marco de interpretación. No se vota para ganar cargos. Se vota para acumular fuerza y exponer la ilegitimidad. Se vota para reconstruir redes cívicas y entrenar la resiliencia política. Se vota para resistir.

Esto exige:

  • Narrativas claras: movilizar sobre la base de la resistencia activa, no de promesas ilusorias.
  • Redes de conteo paralelo y solidaridad cívica: anónimas, descentralizadas, resilientes.
  • Organización comunitaria: donde cada centro de votación sea también un centro de resistencia social.
  • Denuncia rápida y metódica: documentar cada abuso, cada irregularidad.
  • Presión internacional sin subordinación: denunciar, sin caer en la súplica ni en el entreguismo.

¿Todo esto ya no se ha hecho acaso?

Participar de esta manera no garantiza victorias inmediatas.

Pero no participar garantiza el avance del cierre total.

La lucha en Venezuela no será limpia, ni corta, ni heroica en el sentido romántico.

Será sucia, larga, dura. Será política en el sentido más cruel y también más verdadero: una lucha de voluntades organizadas bajo condiciones de asimetría brutal.

Por eso, hoy más que nunca:

No dejemos que la desesperanza nos paralice. No dejemos que el oportunismo nos compre. No dejemos que la dictadura cierre la historia sin resistencia.

Hacer del voto resistencia activa es la afirmación de que aún existimos como cuerpo político.

Es la preparación para el momento decisivo que vendrá.

¿Quién teme a la Quinta Ola? Crítica a la fragilidad de la rebelión digital

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Hace más de una década, un libro autopublicado por su autor, casi clandestino, The Revolt of the Public and the Crisis of Authority in the New Millennium, impactó a las élites de Silicon Valley.

A pesar de su influencia entre analistas y tecnólogos, que lo veían como un texto profético sobre el empoderamiento digital, quedó años fuera del alcance del público general, hasta que el start-up financiero Stripe lo editara y distribuyera masivamente en 2018. Traducido al español en 2023 por una editorial argentina como La rebelión del público: La crisis de la autoridad en el nuevo milenio, alcanzó por fin a los lectores hispanohablantes, que comenzaron a descubrir su relevancia.

Su autor, Martín Gurri, un analista jubilado de la CIA de origen cubano, sostiene que el diluvio de información de la revolución digital ha desmantelado la autoridad tradicional de las jerarquías, dando paso a un público empoderado y furioso que rechaza sistemas, programas e ideologías. Gurri llama a este fenómeno la “Quinta Ola”, un tsunami de caos social que derriba pero no construye.

Gurri construye su teoría sobre olas de rebelión gestadas en plataformas digitales: las protestas en Irán (2009), impulsadas por blogueros como Hossein Derakhshan (Hoder); la Primavera Árabe en Egipto, donde Twitter fue un megáfono de la indignación; el Brexit y el movimiento MAGA de Trump, ejemplos de cómo las redes convierten el descontento en arma política. Estos casos, afirma, demuestran que el público ha quebrado el monopolio narrativo del poder. Sin embargo, esta lógica se desmorona frente a regímenes como los de Venezuela o Cuba, donde la disidencia — por más viral que sea — choca contra un muro de fusiles y cárceles. Aquí, la represión no discrimina entre tuits y cuerpos: borra ambos con la misma saña. La pregunta entonces no es ¿hasta dónde llega la ola?, sino ¿qué valor tiene una ola que se estrella contra el acantilado de un poder indiferente a su legitimidad?

La seducción de la tesis de Gurri radica en su diagnóstico contundente: la revolución digital ha dinamitado el control de las élites sobre la narrativa pública, resquebrajando gobiernos, medios e instituciones que ahora enfrentan a una audiencia escéptica y armada con un clic. Pero su apuesta va más allá. Al proponer la “Quinta Ola” — un sismo descentralizado impulsado por multitudes que rechazan dogmas y jerarquías — , Gurri no solo desafía los modelos clásicos de cambio social, sino que confronta directamente a Malcolm Gladwell quien, en Small Change: Why the Revolution Will Not Be Tweeted, defendía que la transformación política exige redes humanas sólidas, no el caos efímero de lo digital. Para Gurri, sin embargo, ese mismo caos es la savia de una nueva era: ciclones que agrietan órdenes establecidos, aunque dejen tras de sí escombros y no cimientos.

Pero es precisamente aquí donde la tesis de Gurri se tambalea frente a regímenes que ignoran el clamor digital. En Venezuela, ciudadanos armados con teléfonos y hashtags exponen la corrupción, represión y decadencia del regimen madurista ante el mundo. En Cuba, las protestas de 2021 inundaron las redes con protestas, marchas y consignas de libertad. La “Quinta Ola” estaba presente, deslegitimando a los tiranos. Pero Maduro bloqueó las redes sociales y Cuba cortó el acceso a internet, ambos sacaron a sus matones a la calle. La represión prevaleció: las cárceles se llenaron y el silencio se impuso a palos. Gurri afirma que el poder colapsa al perder el control de la información, pero ¿qué pasa cuando ese control no importa? ¿Cuando la autoridad se sostiene no en la aprobación, sino en el miedo y la violencia? En esos casos, la revuelta del público se reduce a un lamento.

La promesa rota de la Quinta Ola

La “Quinta Ola” derriba sin proponer. Desnuda a los poderosos, pero no los expulsa. Al poder corrupto no le importa quedar expuesto; se vanagloria de su “malismo”, de su propia infamia. El libro nombra y analiza la potencia del caos para la transformación política, pero no responde qué hacer cuando el caos no alcanza. Tampoco tiene que hacerlo. En Caracas, la reacción popular al fraude electoral madurista se quebró por la represión, la falta de organización y liderazgo; en La Habana, los manifestantes fueron silenciados sin una vanguardia que los uniera. La “lógica sectaria” que Gurri describe, esa ausencia de unidad, es la grieta que abre paso a la derrota de la rebelión.

No niego la verdad de su diagnóstico. La erosión de la autoridad es innegable: estos gobiernos se sostienen sobre escombros de credibilidad, sin legitimidad, mientras el público, con su megáfono digital, los acosa. Pero Gurri parece tan fascinado por la revuelta que olvida que no toda crisis de autoridad lleva a la liberación. En regímenes frágiles, la “Quinta Ola” puede derribar presidentes o forzar reformas; en dictaduras, solo aumenta la lista de mártires. El libro no tiende un puente entre el derrumbe y la reconstrucción, y esa omisión lo deja varado en la orilla del cambio real.

Un espejo incompleto

The Revolt of the Public es un espejo que refleja nuestro tiempo: la ira de caótica de los marginados e insatisfechos, la ambición desmedida de las élites y el vértigo de un mundo en interregno. Sin embargo, es un espejo que no termina de reflejar a América Latina, donde las dictaduras no son meros ecos del pasado, sino heridas abiertas que sangran en presente continuo. Gurri escribe desde una perspectiva que presupone cierta porosidad en el poder, donde la opinión pública puede filtrarse y alterar las estructuras al saltar desde el mundo digital. Pero en Venezuela, Cuba o Nicaragua, el poder no es poroso; es un muro de concreto reforzado con fusiles. La Quinta Ola puede gritar, pero no siempre tiene dientes.

Resistir sin vencer

Valoro en Gurri el intento de darle sentido a las formas postindustriales de la contestación colectiva. Pero mientras Eunice Paiva, desde otra época, rebela en Ainda Estou Aqui la transformación de su pérdida en una lucha tangible por la justicia, la Quinta Ola de Gurri parece quedarse en el umbral: derriba, pero no construye. Es una resistencia sin victoria, un eco que retumba sin romper el silencio. Leer The Revolt of the Public es enfrentar una verdad incómoda: el poder ya no necesita que lo crean para aplastarnos. En su descomposición, le es indiferente la popularidad, la reputación o la legitimidad. Y en ese vacío entre la revuelta y la redención, seguimos lamiéndonos las heridas, esperando que el tiempo, o algo más, forme la costra.

Heidi Reichinnek: la reina roja de TikTok que salva a la izquierda alemana

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Hay mucho en juego en las elecciones alemanas de este domingo. Para el país y para Europa. La prensa local dice que “podrían ser las más trascendentales desde que Kohl dejó el poder tras 16 años”.

El “motor económico” de Europa no crece desde hace casi cinco años. Dependía de la energía barata rusa y del mercado chino. La guerra en Ucrania interrumpió lo primero. El auge de la industria automovilística china tiene en jaque lo segundo. El costo de vida sube sin freno en un país donde el temor a la inflación tiene raíces históricas.

Súmale el debate sobre inmigración — legal o no — en una Alemania que envejece, y las incertidumbres que abre el giro geopolítico con Trump. Eso, más la lucha contra el calentamiento global, aprietan y rompen un panorama político ya fracturado.

No habrá sorpresas: Friedrich Merz, de la CDU, debería ganar. Para gobernar, necesitará aliarse con el SPD, los verdes y algún partido menor — reedición de la coalición que, bajo Merkel, consolidó el consenso neoliberal y la austeridad como política de Estado. El caldo de cultivo para el fascismo del AfD, como apuntan en sus estudios las economistas Isabella Weber y Clara Mattei.

El pacto roto

Pero en la campaña pasó algo grande: Merz rompió el “cordón sanitario”, el pacto que aislaba a la ultraderecha desde la posguerra, al juntarse con los neonazis del AfD para respaldar una resolución contra la inmigración ilegal. Lo hizo por oportunismo político, calculando que la movida reforzaría su popularidad entre un electorado inquieto ante una serie de ataques violentos cometidos por migrantes.

Pero le salió el tiro por la culata: desató un cisma en un panorama ya fracturado, donde quizá el mayor beneficiado haya sido Die Linke — el viejo partido de izquierda de la RDA — impulsado por su lideresa, Heidi Reichinnek.

En el debate que sacudió el Bundestag, la líder de la fracción parlamentaria de Die Linke se plantó con furia. Heidi Reichinnek habló sin filtro, lejos del tono tieso del Parlamento. Acusó a Merz de abrirle la puerta al fascismo. Soltó un grito más de Comuna de París que de Bundestag: «No os rindáis, resistid al fascismo, ocupad las barricadas», con el que estremeció el lugar y prendió las redes. Los jóvenes se volcaron a Die Linke. La popularidad casi se duplicó. El partido, bajo el 5% y al borde del abismo, revivió. Su discurso despertó a una izquierda aletargada y clavó el traspié de Merz como el momento clave de la campaña.

La dupla que revive a Die Linke

Desde entonces, Reichinnek no para de crecer. La llaman la “Reina Roja de TikTok”. Pero no sube sola: una dirigencia unida y Gregor Gysi la sostienen. El veterano es de los más filosos en Alemania. Su lengua corta como látigo en el Bundestag. Debate con una maestría que hasta sus rivales aplauden. Reichinnek es la cara de este resurgimiento; Gysi, sus raíces. Su historia y estrategia levantaron a Die Linke del pozo. Ahora, a días de la elección, con 6.9% en las encuestas, pesa en las negociaciones para formar gobierno.

Merz cruzó una línea el 29 de enero de 2025 al aliarse con el AfD. No fue solo un error: quebró una tradición democrática de 70 años, nacida del pasado nazi de Alemania. El AfD, con 20–22% y cerca del segundo lugar, puede redibujar el mapa político, más ahora con el respaldo trasatlántico del trumpismo estadounidense. Die Linke, con 6–9% bajo Reichinnek y Gysi, tira del otro lado. Polariza el terreno entre una izquierda viva y una ultraderecha normalizada.

Voces contra el fascismo

El auge de Die Linke no es casualidad. La derecha y el fascismo avanzan en Europa y el mundo. Reichinnek y Gysi hacen lo que AOC y Bernie Sanders en Estados Unidos: plantarse contra el autoritarismo y el espectro del fascismo. Estas voces no solo resisten; despiertan a quienes ven el peligro de repetir la historia. En esta coyuntura, con el AfD oliendo poder y el mundo mirando, su rebelión grita que la democracia no se defiende callando. Apoyarlas no es opción, es necesidad.

Todavía Estoy Aquí: cicatrizar el dolor, memoria y resistencia en estas tierras

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Hay heridas que nunca terminan de cicatrizar. Nos las lamemos una y otra vez, como animales que intentan curarse, esperando que el tiempo forme la costra. Pero ahí siguen, vivas, punzándonos con su dolor. Algunas siguen supurando a pesar del tiempo, como los crímenes de lesa humanidad de las dictaduras del Cono Sur; otras nuevas se abren cada día, como las que deja la represión y el terrorismo de Estado en Venezuela. Ainda Estou Aqui, de Marcelo Rubens Paiva, y La Llamada, de Leila Guerriero, parecen formar parte de ese intento incesante de la sociedad por cicatrizar sus heridas: al revisar sus historias, al conectar lo íntimo con lo político, lo personal con lo colectivo, la tragedia de una familia con la lucha de un país, nos obligan a volver una y otra vez sobre el dolor, quizá como forma de sanarlo.

La vida de Eunice Paiva y sus cinco hijos da un giro trágico cuando su marido, el exdiputado Rubens Paiva, es desaparecido por la dictadura brasileña. Los militares ocultan su muerte bajo tortura con el cuento de un rescate por un “grupo terrorista”. Ainda Estou Aqui repasa las casi cuatro décadas de lucha de Eunice por descubrir la verdad sobre el destino de su marido, una batalla que es, en esencia, la de Brasil por recuperar la democracia, la justicia y los derechos de los más vulnerables en una sociedad más justa.

Eunice no se quiebra: se reinventa. No se presenta como víctima, sino que enfrenta a los militares; su orgullo no se doblega ante los torturadores. Se convierte en abogada de derechos humanos, canaliza su dolor en una causa mayor y, con una fuerza vital inquebrantable, saca adelante a sus cinco hijos. No se deja consumir por el odio ni por la desesperanza. La dictadura pudo arrebatarle a su esposo, pero no su dignidad ni su determinación de seguir en pie.

“El crimen fue contra la humanidad, no contra Rubens Paiva. Necesitamos estar sanos, bronceados para la contraofensiva. Angustia, lágrimas, odio, solo entre cuatro paredes. Fue mi madre quien dictó el tono, ella quien nos enseñó”, escribe su menor hijo, Marcelo, el único varón de la familia.

Aquí es donde la historia deja de ser solo memoria y se convierte en un espejo: más allá de la denuncia política, muestra cómo una tragedia familiar se transforma en un proceso de reconstrucción social; cómo la pérdida personal se convierte en la búsqueda de justicia de todo un país. Y en ese reflejo, nos confronta con una pregunta que persiste en cada historia de violencia y resistencia: ¿cómo seguir adelante cuando te lo han arrebatado todo? Una pregunta que resuena hoy ante la brutalidad del terrorismo de Estado en Venezuela y que nos recuerda que, en América Latina, las dictaduras no son solo un espectro del pasado, sino un ciclo en el que seguimos atrapados.

El eterno retorno

Durante 18 semanas consecutivas, Ainda Estou Aqui se mantuvo como el libro más vendido en Brasil, mientras su adaptación cinematográfica compite este año por el Óscar a mejor película extranjera. Por su parte, el suplemento literario del diario El País nombró La Llamada, de Leila Guerriero, mejor libro de 2024 en Iberoamérica. El éxito comercial de estas obras refleja una lenta y dolorosa digestión del pasado, un intento por aprender para que no se repita. Un proceso que recuerda a la sociedad alemana tras el nazismo, donde la memoria se convirtió en pilar para impedir el regreso de la barbarie.

Mientras Brasil intenta procesar los horrores de su dictadura, en su vecino Venezuela esa historia sigue escribiéndose: un terrorismo de Estado que persiste bajo la dictadura de Maduro, como si el fantasma del pasado se resistiera a desaparecer.

En una entrevista, Fernanda Torres, protagonista de la película, trata de explicar que Brasil fue víctima de su tiempo: “Las dictaduras de Suramérica no eran un asunto de repúblicas bananeras. Formaban parte de la macropolítica de la época. Por eso siempre repito que fuimos víctimas de la Guerra Fría”. La pregunta es entonces inevitable: si Brasil fue pieza de aquel ajedrez geopolítico, ¿no es Venezuela hoy reflejo de una Guerra Fría 2.0, en la que las grandes potencias vuelven a jugar a favor de las dictaduras?.

Quizás por eso la historia se repite. Si antes las dictaduras en América Latina fueron patrocinadas por las potencias de la Guerra Fría, hoy nuevos y viejos imperialismos compiten por mercados y zonas de influencia, dejando a los países atrapados en esa pugna: como ocurre hoy con Ucrania o Siria. No es un accidente, es un síntoma de una geopolítica donde las dictaduras siguen siendo herramientas de control e influencia. Como entonces, las grandes potencias no ven regímenes autoritarios, sino aliados estratégicos. Y como siempre, los que pagan el precio son los pueblos sometidos al terrorismo de Estado. Nada debemos esperar, salvo de nosotros mismos, para reconquistar la democracia

Recordar es resistir

La memoria histórica no es un acto nostálgico, sino un puente entre el horror de ayer y la resistencia de hoy. Como advirtió Hannah Arendt, todo régimen totalitario necesita borrar su propio pasado para garantizar su supervivencia. De ahí que la lucha por recordar no sea solo un deber moral, sino un acto de resistencia. En sociedades marcadas por la violencia, el recuerdo no es pasado: es un campo de batalla donde se decide el futuro.

Si en Brasil y Argentina las heridas se suturan con justicia y relatos, en Venezuela el régimen sigue disparando contra el tiempo: desaparecidos retenidos en cárceles clandestinas, reclusorios convertidos en centros de tortura, niños tras las rejas, familias destrozadas por la incertidumbre o por las condiciones inhumanas del encarcelamiento. Pero esta tragedia no ocurre en el vacío. Como antes lo fue el Cono Sur, Venezuela es hoy un escenario de fuerzas que la trascienden. Forma parte de una macropolítica donde viejos y nuevos poderes compiten por mercados, territorios y áreas de influencia, mientras la vida de la gente común se convierte en pieza prescindible en el tablero global. La represión interna no es solo el reflejo de un régimen que se perpetúa, sino de un sistema de poder donde las dictaduras siguen siendo funcionales.

Aun así, las historias como la de Eunice Paiva no son solo advertencias: son pruebas de que el terror no es invencible. Por cada víctima del Cono Sur que exhumó la verdad, hay hoy en Venezuela una madre que grita el nombre de su hijo frente a una prisión, un preso político que sobrevive al encierro con la dignidad intacta, un estudiante que alza la voz donde otros fueron silenciados. La máquina de borrar fracasa cuando alguien insiste en nombrar lo innombrable.

Leer Ainda Estou Aqui es, en el fondo, un acto de resistencia contra esa máquina de borrar. No solo nos cuenta lo que fue, sino que nos interpela: ¿qué hacemos con esa memoria? Porque la historia, como el dolor, solo se transforma si alguien decide sostenerla, darle sentido y convertirla en acción.

Del Terrorismo como Espectáculo… y cómo vencerlo

El terrorismo es, en esencia, una herramienta de propaganda que utiliza la violencia para transmitir su mensaje. Se rige por la lógica del espectáculo como instrumento de poder. No busca el daño físico por sí mismo, sino desestabilizar el orden simbólico, captar la atención y amplificar una narrativa de miedo.

La represión post-electoral en Venezuela se inscribe en esta dinámica, pero desde el Estado. Aquí, el poder se convierte en el principal actor de una violencia espectacularizada que busca infundir miedo y reafirmar su dominio sobre las libertades ciudadanas. El terrorismo de Estado no se limita al control social mediante la fuerza; su verdadero fin es propagandístico: proyectar una imagen de omnipotencia y anular cualquier forma de disidencia. A través de desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, torturas y represión masiva, el Estado no solo elimina a sus opositores, sino que envía un mensaje claro a la sociedad: el poder es absoluto y la resistencia, inútil. Este terrorismo se disfraza bajo discursos de “seguridad nacional” o “protección del orden”, pero su esencia es el control mediante el miedo que busca normalizar la sumisión y silenciar la crítica.

Cada detención, cada acto represivo, es calculado para maximizar el miedo y la indignación, mostrando la fuerza del régimen. La repetición de estos actos busca crear un clima de tensión permanente, reforzar la sensación de inseguridad y desestabilizar la cotidianidad.

El terrorismo de Estado no solo afecta a sus víctimas directas, sino que intenta transformar a la sociedad en su conjunto, intentando imponer una lógica de sospecha y control que justifica la expansión del poder estatal y la restricción de libertades. La respuesta más contundente a esta lógica del terror no es la sumisión, sino la resistencia activa. No se trata de ignorar el peligro, sino de negarse a permitir que el miedo dicte nuestras vidas. Esto implica recuperar la autonomía y la capacidad de acción, rechazar la narrativa del terror y, sobre todo, reconstruir los lazos comunitarios. La solidaridad se convierte así en el antídoto contra la fragmentación social que el terrorismo busca imponer.

Actuar frente al terrorismo no significa caer en la trampa de la represión desmedida o la militarización de la vida cotidiana, sino construir alternativas que desactiven su poder simbólico. Esto implica cuestionar el espectáculo del terror, negándole el protagonismo que busca. La verdadera derrota del terrorismo no se mide en bajas o capturas, sino en la capacidad de una sociedad para mantener su cohesión, su humanidad y su libertad, incluso frente a la adversidad. Hacer el miedo a la espalda es un acto de rebeldía contra quienes intentan gobernar mediante el pánico, y una reafirmación de que la vida, en su diversidad y complejidad, siempre encontrará formas de florecer más allá del control y el miedo.

Todos a marchar mañana por la vida y contra la dictadura.