6 de mayo—El operativo de Caracas no cambia el poder, pero matiza el ánimo y allí recomienza todo

Este #6demayo cerró con una victoria para Venezuela: cinco miembros del equipo más cercano a María Corina Machado fueron liberados de su encierro implacable en la embajada de Argentina en Caracas, donde pasaron más de un año bajo asedio y amenaza constante de la dictadura. La noticia emocionó a todos, incluso a los escépticos, porque esos cinco eran todos: vivimos como ellos, sitiados, amenazados en nuestras libertades, atrapados en un país que de alguna manera reproduce más un estado de sitio que una república. Por eso este escape conmueve, no porque resuelva nada, sino porque demuestra que el cerco puede romperse. Que se le ha abierto a la dictadura otra grieta por donde se oxigena la esperanza.
@SecRubio anunció la operación desde Washington como el éxito de una operación “de precisión”. No dio detalles, y esa omisión fue el punto de partida de algo tan importante como la fuga: la guerra narrativa.
Conozco esa casa. Mis hijos se bañaron en su piscina. Compartí más de un asado en su jardín. La operación no fue militar, aunque cierta oposición quiera venderla así. Imagínense a Trump y a Fox si les hubieran servido un Entebbe caribeño: nada excita más la fantasía gringa que una proeza militar en una república bananera gobernada por un tirano. El silencio de Trump fue elocuente, dejando que “Little Marco” se quedara con los laureles. La tardanza del madurismo en reaccionar no fue menos reveladora: negociación no fue. La oposición habló de una operación de engaño como de película; otros, de fisuras internas. Tal vez no fue ni epopeya ni traición, sino algo más simple: dinero. En la Venezuela arruinada de hoy, la plata compra puertas, voluntades y silencios. Sobre todo entre uniformados.
Da igual: lo relevante es el hecho político. El madurismo sufre otra humillación. ¿Pero el hecho lo debilita? Si hubo complicidad, hay traición. Si no la hubo, hay ineptitud. En cualquier caso, el hecho erosiona su imagen de invulnerabilidad. Y un régimen como este no se sostiene solo por fuerza, sino por miedo. Por la idea de que nadie puede burlar su control. Esa idea quedó, de nuevo, golpeada. Pero conviene no exagerar. No es la primera vez que el régimen queda en evidencia ante una fuga. Leopoldo López en 2020. Antonio Ledezma en 2017. Ambos bajo custodia directa del Estado. Y el poder no se resintió. Ni se fragmentó el control militar. Ni se debilitó el aparato represivo. Lo que se resquebraja en estos casos no es el poder duro, sino el relato de control total. No cambian la realidad, pero la interrumpen. Y en regímenes como este, interrumpir ya es una forma de disputa.
Eso no impide que este tipo de gestos alimenten, también, narrativas tóxicas. Como la del salvador externo. Para quienes apuestan por la abstención y por “otros medios” — es decir, una intervención extranjera — , la operación confirma su tesis: no hay salida interna. Solo con la ayuda de una potencia se puede resolver esto. Y ese argumento, aunque seductor, es veneno. Porque si la libertad nos la tienen que servir desde afuera, y no la bregamos nosotros, es espejismo. Ahí está el verdadero riesgo: que la espectacularidad del momento reavive el viejo reflejo de esperar que “otro” venga a salvarnos. Ya lo advertimos en otro momento, cuando dijimos que “votar es resistir antes del asalto final”. La historia es clara: solo cuando se ha votado en masa — en 2015, en 2024 — el poder ha sentido vértigo. Solo la participación ha producido grietas reales. Por eso el régimen criminaliza el voto más que cualquier otra cosa. Porque, a diferencia de las fugas, el voto no solo rompe el relato: también amenaza el poder.
El relato importa, pero no basta
Pero no hay que subestimar el valor del relato. El único logro político de esta operación — y no es menor — está allí: en mostrar que el control no es absoluto. Que el cerco puede romperse. Que el poder puede ser burlado. Los regímenes autoritarios dependen tanto del relato como de las armas. El relato de que todo está atado, de que todo se sabe, de que nadie escapa. Esta operación les mete el dedo en el ojo, por no usar un término más escatológico. Y eso pesa. Sobre todo cuando el régimen intenta, en paralelo, montar una elección sin competencia para mayo, y cocina una reforma constitucional para pasar del poder de facto al poder de jure. Allí sí importa lo simbólico: que la gente cuestione su relato de control justo cuando se intenta reescribir las reglas del juego.
El golpe a la narrativa del “no se puede” es también uno de los efectos políticos. Durante años, el régimen ha sembrado la idea de que nada cambia, que toda resistencia es inútil, que el control es total. Esta fuga no rompe ese control, pero, una vez más, lo contradice. Y en esa grieta se cuela algo peligroso para el poder: la fe. No en un plan concreto, no en una hoja de ruta, sino en la posibilidad misma de cambio. Esa es la base del mensaje de Machado: que sí se puede. Lo demostró el 28J y ahora, esta operación, lo refuerza. Le da carne a su fe política. Por errada que pueda parecer su lógica, el solo hecho de sostenerla se vuelve subversivo para el madurismo y puede alimentar su capacidad de convocatoria para su organización clandestina, VEN.
Mientras todo esto pasa, Maduro intenta sostener una mueca de sonrisa en Moscú, desfilando junto a los herederos de la vieja gloria soviética. Marchas, medallas, tanques. Puro decorado. Y en la tribuna él, creyéndose estadista en el Día de la Victoria, mientras en Caracas le metían el dedo — no solo en el ojo — sino en la autoridad. Cinco escapaban por la puerta de atrás y él jugando al nuevo Assad. Pocas veces una puesta en escena ha contrastado tanto con la pérdida de control real. Ni el manual del G2 lo habría escrito mejor.
No es caída, pero duele igual
Nada de esto tumba al poder. Pero lo expone, una vez más. La historia muestra que, en dictaduras largas como esta, donde todo parece inmóvil, a veces el cambio empieza por una grieta en el relato, no por una fractura en el poder. Que cinco personas hayan escapado de ese cerco — por traición, por astucia o por dinero — no resuelve el drama venezolano. Pero lo interrumpe. Lo cuestiona. Y, sobre todo, lo vuelve a poner en disputa. Esto no cambia el poder. Pero cambia el ánimo. Y cuando el ánimo se expresa en voluntad concreta de cambio — como el 28 de julio de 2024 — , recuperar la fe en que sí se puede no es menor: puede ser, otra vez, el principio de todo.