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Petro, o de la parresia selectiva

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Ayer, el presidente de Colombia se sentó frente a Daniel Coronell a exhibir sus verdades. Fue mas de acto de fe que de entrevista, a pesar de las manoteadas de Coronell.

“Confesiones de un parresiasta” (selectivo), pudo llamarse, si tomamos en serio su propio título de mártir del decir veraz. Phan rhema —“sin retroceder ante nada”—, recordaba Demóstenes. Michel Foucault decía que el parresiasta arriesga su vida por decir la verdad. Pero Petro arriesga a conveniencia. Juega con las palabras como cura con el incensario: las zarandea para que oculten el olor de ciertas esquinas.

Habla con furia del genocidio en Gaza, condena firme las bombas sobre los niños palestinos. Invoca las cortes internacionales pisoteadas por Netanyahu. Bravo.

Pero guarda un silencio monástico ante Mariúpol. Ni una palabra sobre los millones de ucranianos desplazados, sobre los crímenes de guerra rusos documentados por las mismas cortes que cita cuando le conviene.

Proclama que el poder en una democracia debe someterse al pueblo.

Pero se hace el ciego cuando ese pueblo es el venezolano.

Nunca llama dictador a Nicolás Maduro. No menciona el fraude electoral, los dos mil presos políticos, los torturados.

Pero habla de libertad, de dignidad, de que cada ser humano es un fin en sí mismo.

Se proclama republicano, defensor de la separación de poderes.

Durante dos horas, en medio de la peor crisis diplomática con Estados Unidos en décadas, Petro construyó una epopeya. Coronell le lanzaba hechos; él respondía con metáforas. Donde había contradicciones, invocaba a Haití, Bolívar y la bandera tricolor.

La parresia de Petro parece utilería. Este despacho trata de mostrarla.

El mito del bloqueo

En la entrevista, Petro explicó el colapso venezolano con los típicos clichés: el bloqueo, el petróleo, Trump. Según él, millones de venezolanos huyeron porque Estados Unidos derrumbó la economía de un país dependiente del crudo. No por la corrupción, la represión o la ineptitud del madurismo, sino por el castigo del imperio.

La tesis es tan vieja como falsa.

Cuando llegaron las sanciones, Venezuela ya estaba en caída libre. La crisis había comenzado en 2013, con el petróleo aún caro y sin bloqueo alguno. La producción se desplomó no por culpa de Washington, sino por el saqueo interno: la quiebra de PDVSA, el control cambiario, el desmantelamiento del aparato productivo, la impresión sin freno de dinero.

Nadie me lo contó.

Cuando estuve en Turismo, di una pelea perdida contra los cinco mil millones de dólares que se subsidiaban para que los venezolanos viajaran al exterior a “raspar cupos”. El vicepresidente de entonces me explicó que si eliminaban esa medida, “perderían los votos de la clase media”.

No fue el bloqueo el que quebró a Venezuela. Fue la ideología convertida en administración. El madurismo. La estupidez, Petro dixit.

Cuando las sanciones llegaron, la economía ya se había contraído cerca del 60% del PIB. La depresión ya llevaba media década.

Lo documentó con precisión el sociólogo Malfred Gerig en “La larga depresión venezolana”: la crisis fue producto de un gobierno que construyó un “capitalismo patrimonialista de compinches”, donde el Estado se convirtió en botín y la lealtad se paga con acceso a rentas.

Y el ejemplo perfecto de ese modelo tiene nombre: Alex Saab. El empresario colombiano convertido en operador del régimen madurista, acusado de lavar miles de millones mientras el pueblo venezolano pasaba hambre. El mismo Alex Saab que Petro denunció públicamente como mafioso cuando le convenía.

Pero ahora que Saab representa todo lo podrido del modelo venezolano, Petro prefiere culpar al petróleo. Porque reconocer que el problema es el patrimonialismo —el saqueo sistemático del Estado por una élite que se reparte contratos, importaciones y dólares subsidiados— sería admitir que Maduro no heredó solo un “modelo económico equivocado” de Chávez.

Maduro creó su propio modelo sobre las ruinas del chavismo.

Pero Petro repite el mito con fervor teológico. Necesita que el desastre venezolano tenga una causa externa —el petróleo, el modelo de Chávez, el imperio— para mantenerse a salvo. Si la culpa es de los “sospechosos habituales”, el madurismo queda absuelto. Y con él, la narrativa.

Por eso se aferra al cuento del castigo imperial. Es más cómodo culpar a Trump que reconocer que la ruina de Venezuela comenzó mucho antes, con Chávez endeudando al país en plena bonanza y Maduro cerrando el puño sobre los restos. Es más cómodo repetir la liturgia del antiimperialismo.

Petro necesita que Maduro sea un incomprendido, no un verdugo. Solo así puede sostener su propio relato: el del líder que desafía al imperio y encarna la voz de los pueblos oprimidos.

Pero basta mirar los números, los informes de la ONU, las causas abiertas ante la Corte Penal Internacional, para entender que esa voz no representa a los pueblos.

Los expulsa.

La república convertida en liturgia

Petro se proclama republicano. Habla de libertad, separación de poderes, responsabilidad histórica. Invoca a Bolívar, a Santander, al rey al que decapitaron. Dice que en una república no se obedecen reyes, que el poder debe estar bajo control del pueblo. Denuncia que Trump quiere coronarse, pero omite que Maduro ya lo hizo.

“Dictador” no sale de su boca.

Puede hablar dos horas de república y esquivar esa palabra con la destreza de quien domina el silencio cómplice. Al maniobrar para no denunciar a Maduro, rompe con el principio elemental del republicanismo: que nadie está por encima de la ley.

Mientras contra el madurismo cursan procesos por crímenes de lesa humanidad ante la Corte Penal Internacional, Petro los traduce al lenguaje cómodo de la geopolítica: “soberanía”, “bloqueo”, “legitimidad”.

Ahí se quiebra su discurso: el hombre que dice no soportar el poder se muestra indulgente con quien lo usa para oprimir.

Cuando Coronell lo acorrala con hechos —una cifra, una contradicción—, Petro responde con abstracciones.

En vez de reconocer que el poder de Maduro se perfeccionó como sistema de muerte, lo reviste de símbolos patrios.

No fue error. Fue diseño: hambre como economía, represión como control, corrupción como método.

El Petro que dice defender la vida no parece entender que la libertad es su condición. Cuando se le pregunta por las violaciones de derechos en Venezuela, responde con parábolas. Su republicanismo se disuelve en espiritualismo.

Habla de matemáticas como base de la política, pero ignora las matemáticas geopolíticas que desmontan su estrategia con Trump. Puede invocar la ciencia para el clima y desdeñarla cuando la economía lo contradice. Puede citar a Kant sin aplicarlo.

Porque en su cabeza no gobierna: escribe historia. Y en esa historia, lo que importa no es si Colombia sale bien parada, sino si él queda del lado correcto del relato.

Al final, repite el error que dice combatir: convierte la política en religión. Y toda religión del poder termina pareciéndose a aquello que dice detestar.

La herencia que construye

Hacia el final de la entrevista, Petro habla de su ambición de pasar a la historia, de cómo será recordado. “Claro que quiero ser inolvidable,” dice. “Mis palabras trascienden.” “Me volveré inolvidable.” Lo repite varias veces.

Petro construye su monumento.

Y ahí está el problema. Porque cuando tu objetivo principal es pasar a la historia, cuando estás más preocupado por cómo te recordarán que por las consecuencias reales de tus decisiones, entonces teatralizas la política.

Lea Ypi habla de algo fundamental en sus lecturas sobre el “socialismo moral”: la diferencia entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad.

La primera te pregunta si tus intenciones son reales, si tu discurso es empático, noble. La segunda te pregunta por las consecuencias, por la gente real que sufre o se beneficia de tus decisiones.

Petro vive en la ética de la convicción. Está del lado correcto de la historia porque condena a Netanyahu, porque se enfrenta a Trump, porque invoca a Bolívar. Las consecuencias —los empleos que se pierden, las exportaciones que se caen, los millones de colombianos cuyo futuro hipoteca— esas son secundarias. Lo que importa es el gesto.

En la entrevista, Petro termina invocando a San Francisco de Asís, el “último será el primero”, y declara en tono místico: “Ha comenzado la revolución de los humildes”. Habla de amor y codicia, de vida y muerte, de Trump y de la humanidad. Lo hace con la solemnidad de quien cree estar dictando una encíclica.

Pero mientras habla, la historia reciente de América Latina lo contradice. La moral no basta.

La izquierda que se niega a examinar sus fracasos termina devorándose a sí misma, repitiendo la liturgia del asedio para no rendir cuentas.

Vuelvo a citar a Malfred Gerig, quien lo resume sin anestesia: “El problema no es el bloqueo; es la incapacidad de producir, de planificar, de decir la verdad.”

Petro, que se proclama republicano, debería entenderlo mejor que nadie: la verdad pública es la primera forma de responsabilidad. Y al defender a Maduro, ha decidido abdicar de la república que dice encarnar.

La historia no es generosa con los que priorizaron la épica sobre la efectividad. No recuerda con cariño a los que eligieron el martirio retórico mientras su pueblo pagaba las cuentas.

Y sobre todo, la historia tiene memoria para las contradicciones.

Petro será recordado, sí. Pero no solo por sus discursos apasionados contra el imperialismo occidental.

También por sus silencios ante el imperialismo ruso.

Por su complicidad con la dictadura venezolana.

Por haber invocado a conveniencia el imperativo categórico kantiano.

Será recordado como el hombre que hablaba de dignidad mientras negociaba con quienes la pisoteaban.

Como el parresiasta de las verdades a medias.

Como el bolivariano que traicionó el principio republicano más básico: que el poder debe estar siempre bajo control del pueblo, de cualquier pueblo, no solo del que te conviene defender.

Marx escribió que “los principios no son el punto de partida de la investigación, sino su resultado final.” Petro invierte la fórmula: sacrifica los principios para sostener el resultado que quiere ver.

Cuando tus principios dependen de la coyuntura, cuando la solidaridad con un régimen pesa más que la solidaridad con sus víctimas, cuando el imperativo moral solo vale contra tus enemigos, entonces ya no tienes proyecto político. Tienes liturgia. Tienes performance. Tienes el deseo de ser inolvidable.

Foucault advirtió que la verdadera parresía es peligrosa precisamente porque no distingue entre amigos y enemigos. El parresiasta dice la verdad aunque le cueste, aunque lo aísle, aunque rompa alianzas.

Petro corre riesgos cuando enfrenta a Trump. Eso es innegable. Pero guarda silencio cuando tendría que enfrentar a Maduro. Ahí la parresía desaparece.

Porque el parresiasta auténtico no elige sus batallas según la conveniencia ideológica. No dice verdades solo cuando fortalecen su narrativa. No se vuelve pragmático justo cuando hablar le complicaría las alianzas.

Petro quiere ser recordado como un parresiasta.

Será recordado como alguien que usó la parresía como vestuario. Que se la ponía para algunas ocasiones y se la quitaba para otras.


Notas:

Sobre la parresía:

Sobre Venezuela y la crisis económica:

Sobre socialismo moral y Kant:

  • Lea Ypi, referencias a Ferdinand Lassalle y los primeros socialdemócratas alemanes en sus conferencias sobre socialismo moral

Sobre violencia invisible:

  • Edward Said: “La paz impuesta por el imperialismo es una guerra invisible, una guerra que no tiene nombre, pero que está presente en cada gesto de dominación”

Entrevista analizada: