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Un canje entre mafiosos, no un acto de justicia

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Ayer finalmente se concretó un canje internacional que, luego de meses cocinándose, liberó a 10 ciudadanos estadounidenses secuestrados por el gobierno de Nicolás Maduro, a cambio de más de 250 migrantes venezolanos que se encontraban detenidos en el CECOT —el campo de concentración de Bukele en El Salvador.

Un artículo publicado en Reason por Ilya Somin ofrece una crítica contundente desde el derecho estadounidense: el uso por parte de Donald Trump del Alien Enemies Act (AEA) de 1798 para deportar sumariamente a estos migrantes fue una aberración jurídica, una extralimitación autoritaria sin precedentes modernos.

Pero aunque la crítica legal es incuestionable, se queda corta si no se toma en cuenta la lógica política detrás de este sórdido canje —una operación de propaganda diseñada para beneficiar a tres regímenes autoritarios, en lo que puede describirse más como una transacción entre padrinos de la mafia que como un acuerdo entre gobiernos democráticos.

1. Maduro: reafirmar el poder, desplazar el relato

El momento del canje no es casual. Venezuela se aproxima al primer aniversario del fraude electoral de 2024. La oposición que encabezan María Corina Machado y Edmundo González—ganadores de la elección presidencial—buscaba hacer de la fecha un hito simbólico de denuncia: “Un año del robo electoral”.

Pero el régimen se adelanta y coloca en el centro del debate otro gesto: “Maduro liberó a los venezolanos.” Una frase que disputa el marco narrativo y busca redirigir la atención pública hacia un supuesto acto de soberanía y preocupación por el destino de los venezolanos migrantes.

Pero el mensaje de fondo es más brutal: “Yo tengo el poder real. Yo decido quién entra, quién sale, quién vive, quién muere.”: la afirmación de autoridad total, el reconocimiento tácito del régimen dictatorial que domina Venezuela, en el momento en que la oposición intentaba re-encender la indignación.

Dos indignaciones compiten. Una intenta eclipsar a la otra. La memoria del fraude y la represión queda desplazada por la puesta en escena de un gesto “humanitario”.

2. Trump: reforzar el ala negociadora

Para Donald Trump, la operación permite fortalecer la línea interna que promueve un enfoque pragmático (y cínico) hacia Maduro. El ala Grenell —representada por exfuncionarios como Ric Grenell y otros asesores con intereses petroleros— gana argumentos: “No hay que confrontar a Maduro, se le puede negociar.”

Tras el ataque selectivo de EE. UU/Israel. contra la cúpula iraní, muchos dentro del régimen venezolano entraron en pánico. Se reforzaron medidas de seguridad. El miedo es real. La negociación busca enviar un mensaje tranquilizador: Podemos hacer negocios. “Mas vale un mal acuerdo que un buen pleito.”

3. Bukele: tapar la crítica

Para Nayib Bukele, el canje es oro propagandístico. Mantiene la ilusión de un país sin crimen, mientras se deshace de centenares de migrantes acusados falsamente de pertenecer a la banda Tren de Aragua. No importa que el 90 % de ellos no tuviera antecedentes penales. No importa que fueran inocentes. Lo importante es sostener el mito del “milagro salvadoreño”.

Y al mismo tiempo, elude preguntas incómodas: sobre las violaciones sistemáticas de derechos humanos, sobre el exilio forzado de los periodistas de El Faro, sobre el encarcelamiento de activistas, sobre el cierre de Cristosal —la mayor ONG de DD. HH. del país—, y sobre la demolición acelerada del Estado de derecho.

De nuevo, Bukele, como Maduro, como Trump, recurre al viejo truco: echar tierra en los ojos a través de la propaganda.

4. Una escena digna de una novela negra

El artículo en Reason deja claro que el uso del AEA fue legalmente escandaloso. Pero la operación completa, vista en su conjunto, lo es aún más. No se trata solo de una aberración jurídica, sino de un pacto entre mafias fascistas, marcado por el oportunismo, el cinismo y la manipulación simbólica.

A ninguno de los tres gobiernos involucrados le importan los derechos humanos, el derecho internacional ni los principios democráticos. Y mucho menos la vida de los migrantes venezolanos pobres, tratados como piezas descartables: primero acusados falsamente, luego encerrados, y finalmente canjeados como mercancía.

No fue un acto de justicia. No fue un gesto humanitario. Fue un “deal” del que se beneficiaron tres gobiernos con similar pelaje, aunque distinto rayado.

Bien por las familias que hoy tienen de vuelta a sus hijos. Nadie puede ni debe negarles ese alivio, esa alegría privada, ese reencuentro.

Pero no por eso debemos aceptar —mucho menos normalizar— la lógica que lo hizo posible.

Porque este tipo de canjes no son acuerdos diplomáticos. Son transacciones de poder donde personas son instrumentalizadas, reducidas a fichas en el tablero de intereses políticos. Y eso viola los principios fundamentales de la justicia sobre los que se sostiene cualquier sociedad civilizada.

Aceptar que los derechos humanos pueden ser suspendidos, canjeados o negociados según convenga al poder del momento, no es realismo político, no es realpolitik. Es una regresión moral.

Es renunciar a siglos de avances en la protección de la dignidad humana, solo para acomodarnos al cinismo del presente.

Por eso, aunque podamos celebrar el alivio individual, debemos denunciar con fuerza el daño colectivo: cuando la justicia se somete al cálculo, pierde su sentido. Y con ella, perdemos todos.

Asfixiar para gobernar: informe HRW y el modelo de control total del madurismo

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Este 30 de abril, Human Rights Watch publicó un informe que debería romper el silencio de los cínicos. El documento no es un recuento de abusos dispersos. Es el registro sistemático de una maquinaria represiva activada después del 28 de julio de 2024, cuando millones de venezolanos barrieron al madurismo en las urnas.

El título del informe lo dice todo: “Castigados por buscar un cambio”. Este es el principio que hoy rige en Venezuela: se castiga todo lo que cuestione el orden establecido. Pero con especial énfasis, se castiga la intención de alternancia.

El voto fue una declaración de futuro. Y el futuro fue respondido con desapariciones, tortura, ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, persecución a familiares, acoso judicial. ¡Todo documentado! Con nombres, fechas, lugares. Y creo que en ello radica la solidez del informe, en la documentación de los casos que presenta.

Estos casos no son excesos individuales de las fuerzas represivas. Son procedimientos sistemáticos ejecutados en coordinación con grupos paramilitares conocidos como “colectivos”. Estas organizaciones, lejos de ser espontáneas, operan con el amparo del Estado en una simbiosis funcional: el régimen les tolera el tráfico, la extorsión y otras actividades criminales a cambio de control territorial y represión extralegal. Actúan donde las instituciones se retiran, y lo hacen con plena conciencia del poder que les ha sido delegado. El patrón se repite en distintos estados, con diferentes víctimas, pero con la misma lógica de intimidar, borrar, desmovilizar. Es la firma de un Estado mafioso, que se disfraza de legalidad para aplicar métodos fascistas.

Este nuevo ciclo no es simplemente “represión poselectoral”. Es una etapa superior: la consolidación de una arquitectura de terror. El aparato de inteligencia se perfecciona, la conexión con colectivos armados se profundiza, el sistema judicial se vuelve instrumento de venganza. Ya no hay vacío legal: hay vacío moral. El informe desmiente públicamente al fiscal Tarek William Saab en varias instancias, retratándolo como un apéndice instrumental a la maquinaria represiva del madurismo.

Este informe también dinamita una fantasía: que con presión diplomática suficiente, el madurismo podría convivir con una oposición mayoritaria. Derrumba, además, la hipótesis de que una brecha de votos amplia bastaría para empujarlo a dejar el poder. No puede. No quiere. No lo hará jamás. Como algunos hemos advertido, el madurismo solo abandonará el poder por una acción que lo obligue a hacerlo — sea cual sea su naturaleza. No es un adversario dentro del campo democrático: es un ente que ha roto todos los puentes, ha quemado todos los barcos y ha clausurado todo margen de reinserción institucional. El informe se suma a una larga lista de expedientes que lo demuestran, pero su novedad no es la crudeza — ya sabida — sino el contexto. Enmarcada en la fase poselectoral, la represión adquiere una dimensión política única: no es castigo por la rebelión, sino por la participación. Es la reacción estructural de un régimen que entendió que, si no pudo ganar, solo podía aplastar. Como en Myanmar tras las elecciones de 2020, lo que sigue al voto no es el respeto al resultado, sino la militarización del rechazo.

Pero la pregunta central que este documento plantea es más incómoda: ¿qué sentido tiene el voto en un sistema que castiga al que gana? Y más aún: ¿cuánto más necesita documentarse para que la Corte Penal Internacional actúe con la misma urgencia que ha mostrado en casos como el de Rusia o Israel? El informe no solo denuncia: exige. No solo muestra crímenes: demanda consecuencias. Llama también a otros actores internacionales — gobiernos, organismos multilaterales, redes de derechos humanos — a respaldar las investigaciones, proteger a las víctimas y ejercer una presión diplomática proporcional a la gravedad de los hechos. Pero la CPI es, por su mandato y legitimidad, el punto focal ineludible de esa exigencia.

He sostenido siempre que el voto en dictadura debe ser usado como herramienta estratégica. Creo que el voto en dictadura tiene sentido estratégico no porque garantice un cambio, sino porque abre escenarios. No es un fin, es una grieta. Una posibilidad para movilizar al conjunto social, fracturar la narrativa del poder, producir momentos donde lo impredecible entra en juego. El voto fragiliza al sistema, lo obliga a responder, lo expone. Esa ha sido siempre mi apuesta: no que se cobre la victoria automáticamente, sino que el intento mismo desestabilice la maquinaria autoritaria. Pero esto va más allá. El informe de HRW documenta que votar no solo no basta, sino que se penaliza. Que las elecciones no son el último vestigio de la democracia, sino el nuevo escenario del castigo.

El dilema está planteado con brutal claridad: o seguimos fingiendo que hay procesos, o aceptamos que estamos ante un sistema de poder que ha clausurado cualquier posibilidad pacífica de transición.

Eso no significa resignarse. Significa hablar claro. El primer paso para recuperar la democracia es dejar de prestarle el nombre a su simulacro.

Este informe de HRW no llega en el vacío. Ayer mismo, Provea publicó su informe anual sobre el estado general de los derechos humanos en Venezuela en 2024, una radiografía integral de un país devastado por el autoritarismo. No se trata solo de condiciones laborales miserables o represión en el ámbito sindical, sino de un cuadro completo de regresión cívica, institucional y social. El informe da cuenta de la continuidad del uso sistemático de la represión, de la exclusión, de la persecución política, de la criminalización de la protesta, de la emergencia humanitaria prolongada y de la impunidad como política de Estado. Lo que presenta Provea es el otro lado del mismo monstruo: el régimen no solo reprime a quienes lo enfrentan en la arena electoral, sino que castiga a quien simplemente pretende sobrevivir con dignidad.

Provea y HRW, desde trincheras distintas, han dibujado en paralelo un mismo país: uno donde el Estado ya no garantiza derechos, sino que los revierte; no protege a los ciudadanos, sino que los disciplina. Un país donde expresarse, organizarse o simplemente exigir respeto puede costar el trabajo, la libertad o la vida.

No se trata solo de represión ni de pobreza. Se trata de una estructura de poder que combina ambas: hambre y miedo, como pilares de gobernabilidad. Es el mismo sistema que antes nos sometía con carencias y ahora nos asfixia con violencia. Es ahí donde la metáfora del “Estado anaconda” cobra sentido: una estructura que envuelve al país con sus anillos — control económico, terror político, destrucción institucional — , que aprieta cuando hay movimiento y afloja solo cuando la presa ya está inmóvil. La anaconda no solo mata: transforma el cuerpo que devora hasta volverlo irreconocible. Así opera este régimen: asfixia para gobernar, devora para perpetuarse.

Ayer, como si hiciera falta una nota de sarcasmo oficial en vísperas del 1 de mayo, Maduro anunció un supuesto “aumento” salarial. Pero no tocó el salario mínimo, que sigue congelado en 1,5 dólares mensuales. Lo que aumentó fueron los bonos: de 90 a 120 dólares, más un bono alimentario de 40 dólares. Todo atado al dólar BCV. Todo sin incidencia en prestaciones, vacaciones, pensiones. Una política diseñada no para reconocer derechos, sino para institucionalizar la precariedad. Para cambiar el lenguaje sin tocar el modelo.

Este “aumento” es coherente con el tipo de capitalismo que el madurismo persigue: uno donde el trabajo no genera dignidad ni derechos, sino sumisión y subsidios. Un modelo más cercano al despotismo laboral asiático que a cualquier noción de justicia social. La dictadura ya no oculta su lógica: salarios simbólicos, bonos clientelares, represión como respuesta a la protesta laboral. El madurismo ha convertido el 1 de mayo en una ceremonia de humillación colectiva. Lo que ha construido no es un modelo económico: es un sistema de control social mediante escasez, miedo y dependencia. Lo llaman revolución, pero funciona como un Estado anaconda: se enrosca sobre el cuerpo social, lo asfixia lentamente, y solo afloja cuando la presa ya no se mueve.