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El dilema estratégico de Trump: La carta del quiebre militar

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“La guerra es justa cuando es necesaria”

—Maquiavelo. El Arte de la Guerra

I. La pregunta del cambio

He sostenido en despachos anteriores que el despliegue estadounidense en el Caribe era fundamentalmente performativo: insuficiente para una invasión, exagerado para una simple interdicción. Su propósito: construir una amenaza creíble que respaldara las negociaciones de Richard Grenell con el madurismo. Era el garrote acompañando la diplomacia, una gunboat diplomacy espectacular, coherente con el estilo Trump: amenazar militarmente para cerrar deals.

Pero Grenell ha salido aparentemente del juego. Y con su salida, esa hipótesis necesita revisión frente a lo que Trump ha llamado la “segunda fase”, que incluye ataques a objetivos en tierra. El teatro ha cambiado de público.

Un bombardero estratégico traza el equivalente aéreo de “fuck you” sobre el FIR Maiquetía. El mismo grupo que se infiltró en Pakistán para matar a Osama Bin Laden opera a 90 millas de la costa. La CIA recibe carta blanca para eliminar figuras políticas sin autorización legislativa. El almirante al frente del Comando Sur es removido sorpresivamente tras menos de un año en el cargo.

La coreografía de intimidación, donde cada gesto parece calculado para ser visto, proyecta una narrativa de inevitabilidad. Una amenaza diseñada para ser creída.

De ahí que cobre fuerza una hipótesis alternativa: alzar una facción de la FANB para avanzar sobre el poder central con respaldo limitado de Estados Unidos, con Machado y Edmundo listos para ocupar la fachada civil del nuevo orden.

Confieso que yo mismo había descartado esta posibilidad. Conozco personalmente a varios de los generales al frente de las REDI y ZODI. Oficiales de lealtad aparentemente inquebrantable, muchos surgidos de la Guardia de Honor, formados en la lógica de la protección presidencial. Pero ignorar esta opción sería un error a la luz del patrón de señales públicas, el equipamiento desplegado y las decisiones institucionales recientes.

La pregunta no es si Trump va a ejecutar el cambio de régimen directamente.

La pregunta es: ¿está apostando a que alguien más lo haga por él?

Este ensayo explora esa posibilidad.

II. Gunboat diplomacy invertida

La gunboat diplomacy de Theodore Roosevelt —“habla suave, pero lleva un gran garrote”— apuntaba a mostrar fuerza para obtener concesión política sin llegar a guerra abierta. Su eficacia dependía de un plazo y una teoría de resolución. Había dos finales posibles: el adversario cedía o el conflicto estallaba en una guerra breve y victoriosa—como aquella “splendid little war” que McKinley ganó contra España en 1898, arrebatándole Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam en diez semanas.

Trump hereda esa estética, pero con un giro: su cañonera busca crear las condiciones para que alguien más haga el trabajo.

El 10 de octubre, el Comando Sur anuncia un Joint Task Force para “sincronizar esfuerzos antinarcóticos”. La presencia militar crece: 10,000 tropas desplegadas, capacidad naval y submarina, aviones stealth de superioridad aérea, fuerzas especiales de élite. Suficiente para respaldar operación limitada, insuficiente para invasión masiva.

¿Esto estructura o diluye la amenaza? Ambas cosas

El 15 de octubre The New York Times reveló que Trump autorizó a la CIA realizar operaciones letales encubiertas en Venezuela mediante un “presidential finding”—la herramienta legal más poderosa que un presidente puede usar sin autorización del Congreso.

Si bien la CIA jamás ha dejado de operar en Venezuela—financiamiento a la oposición, operaciones de inteligencia, apoyo al golpe fallido contra Chávez en 2002—el nuevo paraguazo legal bajo el que opera marca un cambio cualitativo significativo desde que las restricciones impuestas tras el Church Committee en los años 70, limitaran las operaciones letales contra líderes políticos extranjeros sin autorización previa del Congreso. Trump acaba de saltarse esa restricción.

La arquitectura visible se burocratiza, pero ahora incluye la capacidad de ejecutar asesinatos selectivos, incluyendo a Maduro, todo bajo el paraguas “antinarcóticos”, sin pasar por el Congreso.

Pero, ¿por qué filtrar esto al New York Times?

Si realmente planearan matar a Maduro o algún otro de la costra, lo último que harían sería anunciarlo en la prensa. Las operaciones genuinamente clandestinas permanecen secretas hasta después de ejecutadas—o nunca se conocen. Que la administración filtrara esto al medio más visible del país, y que Trump mismo lo confirmara públicamente horas después, es deliberado.

Busca una audiencia muy específica: los oficiales militares venezolanos que podrían estar considerando moverse contra Maduro, con un mensaje: “Vamos con todo. Si ustedes actúan, nosotros los cubrimos.”

Esa señal no flota sola: forma parte de una estrategia de doble carril. Mientras la amenaza militar busca quebrar lealtades dentro del régimen, el frente económico prepara el terreno para lo que venga después. Bloomberg lo describió como “pantalla partida”: de un lado, buques estadounidenses y operaciones CIA; del otro, ejecutivos de Shell y BP negociando licencias de gas por una década. Si Washington esperara el colapso inminente de Maduro, no habría inversiones de largo plazo. La presión busca controlar, no colapsar: sostener las condiciones para una transición, no para un vacío de poder.

El garrote—visible y letal—existe. Pero está diseñado para respaldar una acción local.

III. Las motivaciones: doctrina Hegseth y el ala neocon

La clave estructural está en la nueva Estrategia de Defensa Nacional asociada a Pete Hegseth, que reorienta al Pentágono hacia la defensa del homeland: reduce presencia en Europa y África, y recompone el tablero geopolítico sobre esferas de influencia. En ese mapa, América Latina vuelve a leerse como zona natural de influencia. Monroe 2.0, Make America Great Again: el hemisferio es nuestro.

Encajada en esa arquitectura, Venezuela deja de ser un caso aislado y se convierte en un objetivo estratégico: asegurar el control regional donde realmente importa mientras se renuncia —o se prioriza menos— a la hegemonía global. De ahí el apetito institucional por actuar.

Un cuadro ideológico concreto emerge trazando ese marco: el ala neoconservadora —Marco Rubio, Stephen Miller, John Ratcliffe— detrás del cambio de régimen no solo por interés geoestratégico, sino por convicción y ambición política. The American Conservative lo resume en dos platos: lo hacen “porque pueden”. Mostrar poder por el mero hecho de ejercerlo es un reflejo imperial muy antiguo.

Y aquí la paradoja: ¿cómo conciliar a un presidente que tiende hacia la concentración autoritaria con una política exterior que predica la “recuperación democrática” en su propio patio trasero? Difícil de tragar. ¿Es pura doctrina, o hay intereses crematísticos y geoeconómicos acompañando la ambición? La respuesta es híbrida: doctrina estratégica combinada con incentivos económicos y políticos que se retroalimentan. El proyecto de la derecha neoconservadora es global. Bolsonaro, Milei… ¿Machado?

Pero la ambición encuentra restricciones estructurales masivas —políticas domésticas, costos militares, ausencia de aliados locales— que hacen inviable una acción directa.

¿Cómo ejecutar, entonces, un cambio de régimen sin invadir?

IV. Escenario descartado: por qué la invasión directa es inviable

Primero saquemos del juego la “invasión” directa. No hay política, músculo ni tiempo para sostenerla.

  1. Fragilidad política doméstica

La sostenibilidad política de una guerra es tan crucial como su logística. La base de Trump —America First— mira hacia adentro, exhausta de las guerras sin fin de Bush y Obama. Voces claves del movimiento MAGA como Tucker Carlson, Marjorie Taylor Greene y Steve Bannon martillan a diario contra cualquier nueva aventura militar.

En el Senado, la Resolución de Poderes de Guerra —que buscaba forzar autorización del Congreso para operaciones en el Caribe— apenas se bloqueó 51-48, con tres republicanos votando junto a los demócratas. No es cohesión: es fractura. Esa fisura pesa.

El tiempo también conspira. El primer año de mandato es la única ventana real para arriesgar: capital político alto, elecciones de medio término aún lejanas. Reagan lo entendió con Nicaragua: financió a la Contra apenas llegó al poder. Cuando estalló el escándalo Irán-Contra años después, ya era tarde para frenarlo.

Trump no tiene ese margen. Si los demócratas ganan las legislativas de 2026, cortarán fondos y forzarán repliegue. Maduro solo necesita resistir hasta que el calendario político-electoral estadounidense cierre la ventana.

Diciembre de 2025, máximo primeros meses de 2026, luce como su horizonte de supervivencia.

  1. Ausencia de proxy terrestre

No hay guerra posible, por más limitada que se pretenda, sin aliados en tierra que avancen los objetivos. Ninguna se ha ganado solo desde el aire o con black ops.

En Siria, el cambio fue posible porque Turquía respaldó milicias que ya controlaban territorio. Cuando esas fuerzas avanzaron, Rusia e Irán —debilitados por sus propias guerras— no intervinieron. Assad cayó por el vacío.

En Venezuela no existe nada parecido. La oposición tiene legitimidad electoral amplificada por el Nobel, pero cero capacidad militar. No controla municipios, ni cadenas de mando, ni estructura territorial más allá del voto. María Corina Machado encarna autoridad moral, no poder material.

Sin proxy terrestre, cualquier intento de cambio de régimen equivale a invasión directa estadounidense, justo lo que la política interna, los costos económicos y el calendario electoral vuelven inviable.

  1. Sin teoría del día después: el Estado colapsado

Este es el verdadero dilema del día después. Venezuela no es un régimen autoritario reemplazable sin costos, sino un Estado colapsado: el poder parece concentrado en Caracas, pero la violencia está atomizada entre actores que operan con autonomía territorial. Derrocar a Maduro por la fuerza abriría una caja de Pandora.

The New Republic lo dice así: el colapso económico —una caída del 71,5 % del ingreso per cápita entre 2012 y 2020, el equivalente a “tres Grandes Depresiones seguidas”— erosionaron las instituciones sobre las que se constituía la autoridad. Lo que queda es un archipiélago de poderes locales: colectivos chavistas en barrios urbanos, ELN y disidentes FARC en la frontera, mineros ilegales en el sur, narcotraficantes con logística propia y oficiales que dirigen sus propias empresas criminales.

Ninguno de estos grupos tiene incentivo para deponer las armas si Maduro cae. Todos protegen intereses económicos, todos están armados, y todos entienden que en el caos, quien controla territorio controla renta.

Afganistán ofrece la analogía más cercana. Hamid Karzai gobernó una década sostenido por 100 000 soldados estadounidenses; cuando se retiraron, el Estado colapsó en semanas. Un enfrentamiento armado con respaldo de Washington para desalojar al madurismo podría generar el mismo vacío: autoridad formal sin control real. Y la única forma de llenarlo —una ocupación prolongada— es políticamente imposible para Trump.

  1. Los requisitos militares imposibles

La invasión de Panamá en 1989 —la operación Just Cause— necesitó 27 000 tropas para ocupar un país de apenas 2,5 millones de habitantes. Fue rápida, quirúrgica, con objetivos claros: capturar a Noriega, desmantelar sus fuerzas y reinstalar un gobierno aliado. Duró semanas y tuvo bajas mínimas porque Panamá era pequeño, urbanizado y sin resistencia real.

Venezuela es otro planeta: 28 millones de habitantes, territorio diez veces mayor, geografía hostil —montañas, selva, llanuras— y una constelación de grupos armados en lugar de un ejército centralizado. Colectivos urbanos, milicias chavistas y una guardia pretoriana de 30 000 hombres cohesionada bajo disciplina militar.

El Council on Foreign Relations estima que ocupar Venezuela requeriría más de 100 000 soldados en terreno hostil durante años para consolidar el control.

Esa brecha no revela el plan: revela el show.

  1. Erosión de la narrativa antinarcóticos

El relato que sostiene el despliegue —la eterna “guerra contra el narcotráfico”— ya no se sostiene ni en los papeles. El último golpe vino del New York Times: el 74 % de la cocaína sale por el Pacífico, no por Venezuela. Y el fentanilo, la verdadera epidemia norteamericana, es un negocio mexicano con insumos chinos. Caracas ni pinta.

Sin enemigo creíble, cada acción militar se queda sin coartada política. La base de Trump —esa que lo eligió para terminar con las guerras eternas— no compra el cuento del narco.

Y sin ese relato que vender, sostener una escalada deja de ser estrategia y pasa a ser suicidio electoral.

  1. La contradicción Chevron–Shell: presión calibrada, no exterminadora

Mientras Trump despliega sus soldados, a pesar de las elocuentes renuncias de su comandante, y autoriza operaciones de la CIA, Chevron, Shell y BP firman contratos a diez años para explotar gas offshore en los campos Dragón y Manakin–Cocuina. Washington despacha marines y ejecutivos a la vez.

La “pantalla partida” de la que habla Bloomberg lo dice todo: asedio arriba, negocios abajo. La presión está calibrada para controlar, no para colapsar. Mantener el pulgar sobre Caracas sin romper el sistema que todavía produce petróleo, sin provocar un nuevo éxodo y sin alterar el flujo de deportaciones que Trump necesita para su política antiinmigrante.

Quitar licencias sería la forma más rápida de hundir a Maduro: efecto económico instantáneo y poco coste político en Washington. Pero también volaría la salida ordenada que Trump pretende, enfurecería al lobby petrolero que hoy mantiene a Chevron & co. en el negocio y podría encender los precios de la gasolina justo en campaña.

Por eso Chevron sigue bombeando. Por eso Shell firma contratos decenales.

Porque el objetivo no es tumbar el régimen: es administrar su oxígeno.

Primera conclusión

Trump no puede invadir Venezuela. Las restricciones políticas domésticas, la ausencia de un proxy opositor, la falta de una teoría post-invasión, los requisitos militares imposibles, la erosión del relato político y la contradicción petrolera lo hacen inviable.

Entonces, ¿para qué todo el despliegue? ¿Para qué filtrar la autorización de la CIA? ¿Para qué 10 000 tropas, aviones stealth, fuerzas especiales?

Solo queda una jugada: un golpe militar interno con respaldo limitado de Estados Unidos. No que Washington invada, sino que un sector de las Fuerzas Armadas venezolanas haga el trabajo y Washington proporcione cobertura.

Pero —y esto es crucial— esa jugada tampoco es limpia. Enfrenta obstáculos operacionales y políticos tan severos que su viabilidad es profundamente incierta. No es la “solución” al dilema de la invasión imposible: es una apuesta riesgosa donde incluso ejecutar el golpe no garantiza la victoria, y donde la fragilidad política en Washington puede colapsar el respaldo en cualquier momento.

Es un escenario que, quizás porque conozco personalmente a muchos que comandan las REDIS y ZODIS hoy día, no veía factible, pero que el desarrollo de los acontecimientos —y sus límites— me obligan a revisar sin prejuicios.

V. La apuesta: quiebre militar con respaldo limitado

Cuando Trump sacó a Grenell, cerró la vía diplomática directa. Quedaron los canales tras bambalinas que lleva Catar, pero la negativa de Maduro a aceptar una salida es evidente. ¿Para quién era entonces el teatro de la “segunda fase”? La respuesta plausible apunta a un público distinto: los oficiales venezolanos que podrían estar tentados de traicionar al madurismo.

La jugada es simple en su lógica: que una fracción de la FANB haga el trabajo; que Washington aporte cobertura y garantías. Sobre el papel, luce perfecto:

  • Proxy terrestre: las FFAA conocen el terreno y controlan la infraestructura crítica.
  • Sin ocupación exterior: el cambio se presenta como “venezolano”, reduciendo el costo político en EE. UU.
  • Autoridad material: si las FFAA respaldan a Edmundo, él tendría poder real —no solo reconocimiento internacional— y respaldo externo.
  • Contención de la fragmentación: un golpe rápido que capture cúpula limita el espacio para que actores irregulares llenen el vacío.
  • Precedentes regionales: golpes con respaldo exterior han cambiado regímenes en América Latina. Allende, Árbenz… ya eso lo vimos.

El constructo de la narrativa pública —despliegue naval, JTF, filtración del presidential finding, sanciones— está organizada para empujar ese cálculo: elevar el costo de la lealtad a Maduro, ofrecer una salida honorable a los militares y dejar claro que quien actúe primero tendrá respaldo.

El dilema operacional que nadie simplifica

Supongamos que ese plan arranca y la mitad de la FANB se subleva. Supongamos, solo como ejercicio extremo, que la mitad de la FANB no se va a alzar, pero usemos ese supuesto extremo para intentar ilustrar el argumento. La operación aún no garantiza victoria. El terreno decisivo es Caracas: valle urbano densamente poblado, miles de milicianos y colectivos armados desplegados, una guardia leal con experiencia y posiciones fortificadas. No hay “campo favorable” donde maniobrar; todo se decide en combates urbanos.

El combate en la ciudad multiplica los riesgos:

  • Defensa en entornos urbanos favorece al defensor; la geografía es inapelable.
  • Una primera baja estadounidense —soldado, helicóptero, fuerzas especiales en apuros— colapsa apoyo doméstico de inmediato.
  • La base MAGA y la opinión pública, ya reticentes, se fragmentan.
  • Sin respaldo sostenido de EE. UU., los conspiradores quedan expuestos.

La debilidad política en Washington

Mientras lees esto, el Congreso ya muestra resistencia. Resoluciones bipartidistas para exigir autorización legislativa y preguntas sobre “listas secretas” de objetivos proliferan. Ataques marítimos que, teóricamente, eran de bajo riesgo, han provocado preguntas incisivas y condenas internacionales. Sin haber siquiera desplegado un soldado, ya se generan estas reacciones, una intervención terrestre con riesgo de bajas sería políticamente explosiva para todo el trumpismo.

La ventana para una operación sostenida no solo se cierra con las midterms de 2026; se está estrechando ahora, a medida que crece la presión del Capitolio y la exigencia de rendición de cuentas.

El wild card: el ataque a la embajada

Hay una variable que puede cambiarlo todo: un ataque a la embajada estadounidense en Caracas, supuesto resguardo de la Nobel de la Paz. Bengasi 2012 quedó grabada en la memoria política estadounidense; un asalto similar en Caracas sería un casus belli casi inmediato, capaz de unificar el Congreso y legitimar uso masivo de la fuerza. Nada podría hacer mejor el madurismo para sellar su destino. Y, conociéndolos, no sería imposible.

¿Es plausible? Nadie lo sabe con certeza. Ya vimos como colectivos armados secuestraron a Machado a principios de años luego de una concentración popular. Estos actores con iniciativa propia podrían actuar. Esa posibilidad, sin embargo, es la que abre la única puerta limpia para que una intervención militar directa, masiva, obtenga aprobación casi automática.

Por qué los militares venezolanos enfrentan una apuesta paralizante

Incluso creyendo que tienen respaldo prometido, ¿realmente arriesgarían sus vidas confiando en que Trump mantendrá el compromiso si la guerra se empantana? ¿Apostarían a que la Casa Blanca sostendrá apoyo en medio de combates urbanos con bajas estadounidenses, cuando el Congreso ya cuestiona la legalidad de los ataques marítimos?

Esa duda explica mucho. No es solo miedo a la DGCIM; es cálculo frío de intereses. Los oficiales entienden que la promesa de respaldo —aunque podría ser real— está sujeta a una condición: que el golpe sea rápido y limpio. Si el enfrentamiento se prolonga, el apoyo se evapora y los golpistas quedan colgados.

La incertidumbre se multiplica además por la propia naturaleza de la institución militar venezolana: una fuerza corrompida, vigilada, fragmentada, donde la traición cuesta la vida y la obediencia garantiza impunidad.

Difícil conspirar en un cuerpo así.

Balance corto

La idea central persiste: la arquitectura estadounidense está montada para tentar una fractura en las FANB. Pero la ejecución tropieza con límites operativos y políticos contundentes. Incluso si alguien decide actuar, el éxito depende de factores que ni la mejor señalización ni la más robusta inteligencia pueden garantizar: la resistencia urbana, la fragilidad del respaldo externo y la política volátil de Washington. Es una apuesta con todo en juego.

VI. Las incógnitas críticas

Para que este escenario funcione —o para entender por qué podría fracasar— hay preguntas que siguen abiertas.

Cohesión arriba, degradación abajo.
La FANB combina una cúpula cohesionada por intereses compartidos con una base degradada, mal equipada y desmoralizada. La corrupción da unidad, pero también inmovilidad. ¿Esa mezcla la hace más frágil o más impredecible? Difícil saberlo.

La captura simultánea es una fantasía.
Operacionalmente, capturar a toda la cúpula —Maduro, Padrino, Cabello, Rodríguez— en una ciudad de millones es casi imposible. Caracas es densa, vertical, con rutas de escape y custodiada por una guardia pretoriana de miles de hombres (los entendidos, muy entendidos, hablan de 30 mil a nivel nacional entre FAES, colectivos paramilitares, DGCIM y otras especies). La probabilidad de un golpe quirúrgico sin resistencia prolongada es mínima.

El repliegue madurista.
Sigamos el hilo hasta el final. Si la hipótesis del quiebre militar interno con respaldo estadounidense llegara a materializarse —si, contra todo pronóstico, la FANB se fractura y una facción logra tomar Caracas— el escenario no sería una transición limpia, sino una nueva guerra.

Maduro todavía tendría cartas. Podría replegarse hacia la frontera con Colombia o internarse en la selva del sur —Amazonas, Bolívar— donde el ELN y otros grupos irregulares controlan corredores mineros y rutas del narcotráfico. Sería una retirada a lo primitivo: gobernar desde el monte, sin las arcas del Estado, sostenido por bandas armadas y la retórica de la “resistencia antiimperialista”.

Pero el camino hasta ese punto estaría sembrado de cadáveres. Tomar Caracas no sería un desfile: implicaría semanas de combate urbano, miles de bajas civiles y militares, infraestructura destruida, un éxodo desbordando las fronteras. Recordemos la ciudad durante el Caracazo y multipliquemos eso por mil. La “transición ordenada” quedaría sepultada bajo los cuerpos y los escombros.

En ese escenario, la supervivencia del madurismo dependería de convertir la guerra en pantano: hacerla larga, confusa, políticamente inasumible para Washington. Apostar a que el costo humano y electoral de una intervención prolongada supere cualquier interés estratégico.

Y si logra arrastrar a sus aliados del ELN o desestabilizar la frontera, mejor. Regionalizar el conflicto sería su carta: extender el fuego lo suficiente para volver inoperante cualquier victoria rápida.

No hace falta abrir esa caja de Pandora para entender el punto: incluso desplazado del poder central, el madurismo seguiría siendo un actor con poder real, conexiones regionales y capacidad de daño.

En síntesis: el plan de quiebre militar interno con respaldo estadounidense enfrenta un entorno institucional corroído, un terreno operativo hostil y un adversario degradado, sí, pero todavía con recursos, redes y tiempo de su lado.

Maduro no necesita ganar. Solo necesita durar. Guerra asimétrica.

VII. Escenarios posibles y sus condicionantes

Mi propósito con este ejercicio no es predecir lo probable, sino extender el razonamiento: atravesar las pompas de jabón del discurso y mapear combinaciones posibles para ver qué lógica se desprende.
El 28J no nos trajo la democracia. Nunca podía hacerlo.
Trump tampoco lo hará.

Outcome 1: Colapso completo

Definición:
Cae el poder central y el madurismo no logra reorganizar resistencia efectiva. Transición relativamente limpia.

Condiciones necesarias:

  • Captura simultánea de masa crítica del liderazgo.
  • Guardia pretoriana de 30 000 hombres sin liderazgo cohesionado que negocia rendición o se fragmenta.
  • Milicias desmovilizadas casi instantáneamente.
  • Sin repliegue organizado hacia el interior.
  • Combate resuelto en Caracas en días, no semanas.

Por qué es improbable:
Requiere una operación casi perfecta —y las guerras urbanas nunca lo son. Los blancos están dispersos, Maduro tiene rutas de escape, y la guardia pretoriana está ideológicamente y crematísticamente comprometida.

Además, asumir que miles de milicianos se desmovilizarán en silencio es fantasía. Caracas es el único campo de batalla posible: o se gana rápido allí, o se pierde.

La fricción, el caos, el azar —siempre presentes— hacen que este desenlace sea el menos probable.

Si ocurriera:
Edmundo asumiría con respaldo militar y tutela internacional. Los grupos irregulares serían neutralizados gradualmente.

Pero incluso en ese “éxito” persistiría una duda estructural: ¿entregarían realmente los militares el poder a un liderazgo civil? La historia latinoamericana sugiere lo contrario.

Y aun si lo hicieran, los precedentes de golpes “exitosos” auspiciados por EE.UU. muestran el costo: economías debilitadas, instituciones erosionadas, democracias amputadas.

Probabilidad: Baja.


Outcome 2: Éxito parcial —cae Caracas, repliegue al interior

Definición:
Golpe captura la infraestructura central —Miraflores, bases, nodos del poder institucional— pero Maduro y parte de la guardia escapan y establecen gobierno en resistencia.

Por qué es más plausible:
No exige perfección, solo control inicial de la capital. Maduro tiene incentivos y medios para escapar. La frontera colombiana, la selva al Sur, ofrece geografía favorable y aliados irregulares.


Sub-outcome 2A: Resistencia corta

Condiciones:

  • Colombia coopera activamente con la nueva autoridad.
  • EE.UU. sostiene respaldo activo al menos durante seis meses.
  • Madurismo pierde acceso rápido a recursos (oro, narcotráfico).
  • Guardia pretoriana se fractura o negocia rendición.
  • Grupos irregulares no pueden sostener apoyo prolongado.

Desarrollo:
Conflicto localizado que se resuelve en meses. El reducto madurista cae antes de que la ventana política en Washington se cierre. Trump declara victoria.

Por qué es un desenlace probable dentro del éxito parcial:
Maduro no es el Talibán. No tiene apoyo tribal, santuario garantizado ni ideología movilizadora. Su red es transaccional: sin botín, las lealtades se evaporan.
China, Rusia y Cuba tienen sus propias crisis: acompañan con discurso, no con recursos.
Venezuela es un país homogéneo —sin fractura étnica o religiosa que sostenga múltiples insurgencias.
Si pierde el centro, pierde el país.


Sub-outcome 2B: Resistencia sostenida —guerra prolongada

Condiciones:

  • Colombia se mantiene neutral o tolera santuario.
  • Madurismo conserva territorio donde tiene acceso a oro, coltán, rutas narco y otras fuentes de financiamiento.
  • Apoyo externo limitado (Cuba, China o Rusia) se mantiene.
  • Guardia pretoriana cohesionada y pagada.
  • EE.UU. enfrenta resistencia política interna creciente.

Desarrollo:
La guerra se estanca —ya sea entorno a Caracas o en otros lugares de la geografía.
Una batalla urbana prolongada volvería el respaldo gringo políticamente insostenible: una sola baja estadounidense bastaría para hundir el apoyo doméstico.
Si el conflicto sigue activo al llegar los midterms de 2026, los demócratas ganarían bandera moral con el discurso del “nuevo Irak”, y el repliegue sería inmediato.

Resultado:
Guerra de baja intensidad durante años, alto costo humanitario y desgaste político total.


Outcome 3: Fracaso

Definición:
Golpe detectado o reprimido antes de capturar infraestructura crítica.

Condiciones:

  • Inteligencia madurista detecta y desmantela la conspiración
  • Pronunciamiento reprimido por fuerzas leales antes de activarse respaldo estadounidense.
  • O, variante más devastadora: EE.UU. no activa respaldo al ver ambiente hostil.

Consecuencias:
Maduro sale fortalecido, ejecuta purgas masivas en la FANB, y Washington queda humillado.
Si el respaldo nunca se activa, los conspiradores quedan colgados: descubren que la promesa era condicional.
El efecto sería devastador para la credibilidad de EE.UU. en la región: una Bahía de Cochinos reeditada.


VIII. Conclusión: Póker, no ajedrez

Trump no está blufeando hacia una negociación. Esa fase terminó con la salida de Grenell.
Tampoco planea invasión directa —la estructura política, militar y temporal lo impide.
Su apuesta es otra: que un actor interno, con cobertura limitada de EE.UU., haga el trabajo. Ese actor, si existe, tiene el tablero en contra.

Toda la arquitectura apunta en esa dirección:

  • Fuerzas especiales desplegadas y calibradas para respaldo sin ocupación.
  • Autorización CIA para operaciones letales.
  • Remoción del almirante del SOUTHCOM por desalineación.
  • Negociaciones abortadas con Catar.
  • Creciente resistencia bipartidista en el Congreso frente a nuevas operaciones.
  • Una ventana temporal que se cierra más rápido de lo previsto.

Pero esto no es ajedrez.

En ajedrez ves todas las piezas. En póker, las cartas decisivas están ocultas y el azar también juega.

Cartas sobre la mesa: despliegue visible, capacidad de fuego real, señal legal.

Cartas ocultas: lealtades militares, cohesión interna, decisión política final de Trump, reacción de Colombia, respuesta de milicias.

Y una carta que todos olvidan: la historia.

De 64 operaciones encubiertas de la CIA documentadas durante la Guerra Fría, casi dos tercios fracasaron. (ver “Legacy of Ashes”)

Incluso los “éxitos” dejaron países quebrados, sociedades militarizadas y un antiamericanismo que aún resuena.

Trump apuesta contra esas probabilidades. Quizás la tecnología cambió el tablero; quizás no.

Lo único seguro es que el terreno venezolano —colapsado, fragmentado, corrupto— repite las condiciones que hicieron fracasar a todas las anteriores.

Y la variable más explosiva sigue fuera de control: un ataque a la embajada estadounidense.
Si ocurriera, todo se reconfigura —Pearl Harbor moment que unificaría a las fuerzas políticas estadounidenses y daría carta blanca para intervenir.

Pero si no ocurre, cada día que pasa erosiona el margen político para sostener cualquier operación prolongada.

En Caracas, en Washington y en los cuarteles, todos miran la misma mesa.

Trump juega a ganar la mano. Maduro, a que se acabe el tiempo.

Los generales venezolanos son los únicos con decisión real: ¿apostar todo, o seguir esperando?

La ventana se cierra más rápido de lo que parece.
Y nadie —ni Trump, ni Maduro, ni los suyos— sabe qué carta caerá primero.
Porque esto no es ajedrez.

Es póker.


Notas: https://www.elmundo.es/internacional/2025/03/14/67d4a429fdddff16968b45cb.html

https://www.nytimes.com/2025/10/15/us/politics/trump-covert-cia-action-venezuela.html

https://newrepublic.com/article/201512/media-courting-colossal-failure-venezuela

https://www.nytimes.com/interactive/2025/10/09/world/americas/drug-trafficking-venezuela.html

https://www.theamericanconservative.com/what-does-the-u-s-want-in-venezuela/