El terrorismo es, en esencia, una herramienta de propaganda que utiliza la violencia para transmitir su mensaje. Se rige por la lógica del espectáculo como instrumento de poder. No busca el daño físico por sí mismo, sino desestabilizar el orden simbólico, captar la atención y amplificar una narrativa de miedo.
La represión post-electoral en Venezuela se inscribe en esta dinámica, pero desde el Estado. Aquí, el poder se convierte en el principal actor de una violencia espectacularizada que busca infundir miedo y reafirmar su dominio sobre las libertades ciudadanas. El terrorismo de Estado no se limita al control social mediante la fuerza; su verdadero fin es propagandístico: proyectar una imagen de omnipotencia y anular cualquier forma de disidencia. A través de desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, torturas y represión masiva, el Estado no solo elimina a sus opositores, sino que envía un mensaje claro a la sociedad: el poder es absoluto y la resistencia, inútil. Este terrorismo se disfraza bajo discursos de “seguridad nacional” o “protección del orden”, pero su esencia es el control mediante el miedo que busca normalizar la sumisión y silenciar la crítica.
Cada detención, cada acto represivo, es calculado para maximizar el miedo y la indignación, mostrando la fuerza del régimen. La repetición de estos actos busca crear un clima de tensión permanente, reforzar la sensación de inseguridad y desestabilizar la cotidianidad.
El terrorismo de Estado no solo afecta a sus víctimas directas, sino que intenta transformar a la sociedad en su conjunto, intentando imponer una lógica de sospecha y control que justifica la expansión del poder estatal y la restricción de libertades. La respuesta más contundente a esta lógica del terror no es la sumisión, sino la resistencia activa. No se trata de ignorar el peligro, sino de negarse a permitir que el miedo dicte nuestras vidas. Esto implica recuperar la autonomía y la capacidad de acción, rechazar la narrativa del terror y, sobre todo, reconstruir los lazos comunitarios. La solidaridad se convierte así en el antídoto contra la fragmentación social que el terrorismo busca imponer.
Actuar frente al terrorismo no significa caer en la trampa de la represión desmedida o la militarización de la vida cotidiana, sino construir alternativas que desactiven su poder simbólico. Esto implica cuestionar el espectáculo del terror, negándole el protagonismo que busca. La verdadera derrota del terrorismo no se mide en bajas o capturas, sino en la capacidad de una sociedad para mantener su cohesión, su humanidad y su libertad, incluso frente a la adversidad. Hacer el miedo a la espalda es un acto de rebeldía contra quienes intentan gobernar mediante el pánico, y una reafirmación de que la vida, en su diversidad y complejidad, siempre encontrará formas de florecer más allá del control y el miedo.
Todos a marchar mañana por la vida y contra la dictadura.
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