I. La anomalía que persiste

Malfred Gerig caracteriza al régimen venezolano post-2016 como un híbrido “profundamente inestable”: dominación patrimonialista-estamental hacia los cuadros militares y dominación monopólica sobre la sociedad civil. Para este diagnóstico, combina conceptos weberianos (tipos de dominación, legitimidad) con categorías gramscianas (crisis orgánica, hegemonía). El resultado es la imagen de un régimen condenado a la fragilidad: carece de legitimidad y es incapaz de generar poder para —capacidad creadora, proyectiva— más allá de ejercer únicamente poder sobre. Sin embargo, Venezuela ya atravesó todos los tipping points clásicos —hiperinflación, un colapso económico del 80%, el éxodo de una cuarta parte de la población, la pérdida de control sobre territorios periféricos— sin que el régimen se derrumbe. ¿Qué explica esta persistencia? Y, más importante aún, ¿qué anticipa sobre el futuro?

La respuesta está en reconocer que Venezuela ya no opera bajo las coordenadas de la teoría política moderna. El gobierno de Maduro no es una dictadura tradicional en proceso de descomposición, sino un equilibrio post-histórico: un Estado que ha renunciado a sus funciones modernas —promover desarrollo, bienestar, legitimidad— para limitarse a administrar violencia y renta extractiva. Un régimen que aprendió a sobrevivir sin proyecto, sin futuro, sin nación: solo con un presente perpetuo.

II. El interregno estabilizado

Gerig sostiene que cuando un gobierno fracasa en la construcción del Estado y en la acumulación de capital —como ocurre en Venezuela— debe compensar esa debilidad aumentando la violencia. El poder extensivo (redes sociales funcionales, economía productiva, burocracia eficiente) se sustituye por poder autoritario basado en la coacción. En la mayoría de los casos, advierte Gerig, este tránsito desemboca en un interregno: un estado de naturaleza hobbesiano donde el poder carece de fundamentos, lo que hace imposible la acción social. Es entonces cuando el Estado deja de ser el Leviatán de Hobbes para convertirse en el Behemoth de Franz Neumann.

El Leviatán monopoliza la violencia para producir orden: puede ser opresivo, pero gobierna, construye, proyecta futuro. Un ejemplo es el régimen chino, cuya legitimidad descansa en que provee resultados tangibles a su población. El Behemoth, en cambio, es pura violencia sin forma: un “no-Estado” que solo domina y destruye, incapaz de organizar la vida social. Como en Haití. El interregno hobbesiano designa justamente ese tránsito: guerra de todos contra todos, ausencia de autoridad reconocida, imposibilidad de cooperación.

Venezuela, sin embargo, ha logrado estabilizar el interregno. No avanza hacia un nuevo Leviatán ni se desintegra en fragmentación total. Ha consolidado una tercera forma, con precedentes en ciertos Estados extractivistas africanos: un Behemoth estable.

La paradoja venezolana: Behemoth que persiste

¿Cómo puede un Estado descompuesto ser simultáneamente estable? Tres factores materiales lo hacen posible:

Primero: El petróleo como ancla. A diferencia de Somalia (sin recurso centralizable) o Libia (petróleo disperso tras fragmentación militar), Venezuela posee un recurso que requiere infraestructura compleja concentrada: refinerías, oleoductos, puertos especializados, PDVSA. El petróleo no creó el Estado central en Venezuela, pero lo convirtió en una estructura mucho más difícil de fragmentar. Hoy, esa renta apenas sostiene un Estado mínimo patrimonializado: pagar a la guardia pretoriana, mantener la infraestructura petrolera básica y financiar importaciones esenciales. No alcanza para reconstruir un Estado desarrollista ni para reactivar un ciclo de acumulación de capital. Es un extractivismo que congela la descomposición sin revertirla.

Segundo: La emigración como “solución” al interregno. El estado de naturaleza hobbesiano implica conflicto violento generalizado dentro del territorio. Pero Venezuela exportó el conflicto: los 8+ millones que hubieran protestado, resistido, construido alternativas políticas se fueron. Los que permanecen están desmovilizados y atomizados, concentrados en la supervivencia individual. Los núcleos con capacidad colectiva se adelgazaron a medida que la crisis se profundizó. El resultado es un interregno congelado: parece “paz” (no hay guerra civil activa) pero es “paz de cementerios” (sin política, sin construcción social).

Esta desmovilización, sin embargo, no equivale a un colapso cultural hacia la violencia difusa tipo Haití. El pueblo venezolano ha mostrado consistentemente —incluso bajo represión extrema— su voluntad de dirimir los conflictos por vías electorales. Las elecciones del 28 de julio de 2024, cuando millones acudieron masivamente a votar pese al fraude anticipado y la represión posterior, evidencian una cultura política que sigue privilegiando lo institucional sobre la confrontación armada. Esa tradición republicana, aunque aplastada, no está extinta.

Tercero: el sostén externo. Varios actores internacionales invierten lo mínimo indispensable para mantener en pie la extracción petrolera que garantiza el repago de sus deudas, además de otros sectores extractivos como el oro (Turquía) o el coltán. Es un respirador artificial para un Estado clínicamente muerto: no lo revive, pero tampoco lo deja morir. Es la versión contemporánea de lo que Gramsci llamó el “centinela extranjero”: potencias externas que prefieren un Estado zombi estable antes que un caos impredecible.

En suma, lo que existe hoy en Venezuela es un régimen paradojal: Behemoth en función, Leviatán en forma. Una máquina que sobrevive administrando ruinas y miedo: gobierna en clave patrimonial y de mínima capacidad, suficiente para impedir la fragmentación total. La pregunta inevitable es si este equilibrio extraño puede romperse y derivar en un colapso tipo Haití.

Por qué la analogía con Haití es imprecisa

A menudo se afirma que una intervención estadounidense convertiría a Venezuela en “otro Haití”: un Behemoth descompuesto sin retorno. Una nota reciente de Julie Turkewitz en el NYT vuelve sobre esa teoría. Pero la analogía es superficial.

Haití post-2004 es un Estado colapsado: bandas criminales controlan territorios, no existe monopolio efectivo de la violencia y la llamada “comunidad internacional” apenas sostiene una ficción de gobierno mediante ocupaciones militares intermitentes y ONG dispersas.

La diferencia material es determinante. Haití nunca tuvo el petróleo venezolano, un recurso estratégico que genera incentivos externos para preservar alguna forma de Estado extractivo. Venezuela sí lo tiene. Incluso tras una intervención hipotética, ese petróleo obligaría a reconstruir al menos un Estado mínimo funcional que garantice la extracción. Por eso, el destino de Venezuela se asemejaría más al de Irak post-2003: caos inicial, guerra civil, pero también reconstrucción progresiva de un aparato estatal bajo tutela internacional, porque los recursos estratégicos no permitieron que la anarquía fuera permanente.

En realidad, lo que Venezuela ya es describe mejor su condición: un interregno estabilizado. No avanza hacia el colapso total tipo Haití porque ya se encuentra en una forma de descomposición estable, sostenida por los mismos factores que bloquean la haitianización: petróleo, emigración como válvula de escape y el sostén geopolítico del Dragón-Oso (China-Rusia).

III. Los pilares del equilibrio post-histórico

El petróleo como sostén mínimo

Contra los pronósticos más sombríos, la producción petrolera venezolana empieza a recuperarse. Chevron, empresas chinas, Repsol, compañías indias y nigerianas participan ya de la actividad. La meta de 1,2–1,5 millones de barriles diarios para 2030 parece alcanzable. Esto cambia radicalmente el panorama: el régimen dispone de oxígeno económico suficiente para sostener el pacto patrimonialista. No habrá colapso por falta de renta.

La guardia pretoriana, no la FANB

El sostén real del régimen no es la Fuerza Armada Nacional Bolivariana como institución, sino un núcleo represivo especializado: la DGCIM, la Policía Nacional Bolivariana-FAES, el SEBIN y las milicias paramilitares. Este aparato de seguridad —unos 30 mil efectivos, según los entendidos— asegura la dominación mediante terror selectivo. Son los nuevos pretorianos: disponen de intereses directos en minería, narcotráfico, contrabando y control de puertos. Su lealtad no es ideológica ni institucional, sino patrimonial pura. Mientras fluyan las prebendas, reprimen.

La FANB tradicional, en cambio, es un cuerpo degradado, mal pagado y desmoralizado, incapaz siquiera de llenar sus plazas de personal. Pero resulta irrelevante: el modelo venezolano no requiere un ejército funcional, solo un aparato represivo eficiente.

El “Dragón-Oso” como factor estabilizador

China seguirá apoyando a Maduro mientras dure el conflicto con Taiwán. No por afinidad ideológica, sino por cálculo frío: Venezuela funciona como base antiestadounidense en el hemisferio, como mensaje a otros Estados sobre la “no-interferencia” china y como laboratorio de préstamos de infraestructura por recursos.

La deuda venezolana con China —sea de 15 o de 60 mil millones de dólares, las cifras son opacas— no será “ejecutada” al estilo Sri Lanka. A Pekín no le interesa recuperar el dinero, sino mantener influencia geopolítica. En África, China ha mostrado que puede sostener regímenes fallidos durante décadas —Angola, Sudán, Zimbabue— si le son útiles estratégicamente.

La emigración como válvula: equilibrio dinámico

Más de ocho millones de venezolanos han emigrado (datos 2024–2025). En 2024 enviaron unos 3.800 millones de dólares en remesas, apenas 3,7% del PIB, pero vitales para la supervivencia de los sectores más vulnerables. Sin embargo, la función política de la migración es aún más decisiva: exporta la disidencia. Quienes se quedan son los que no pueden irse (niños, ancianos, enfermos, pobres extremos) o los que se benefician del régimen.

El espacio receptor muestra signos de saturación —EE.UU. endurece deportaciones, Ecuador y Perú restringen entradas, Colombia absorbe 2,9 millones con tensiones crecientes—, pero la migración venezolana ha probado ser adaptativa y resiliente: cambia de rutas, inventa destinos, se apoya en redes familiares. La región puede dificultar, pero no cerrar la válvula mientras persista el diferencial económico y la ausencia de futuro en Venezuela.

Este patrón fluido se convierte, paradójicamente, en factor de estabilización: mantiene la presión interna en niveles manejables. Solo un shock extremo —un cierre fronterizo hemisférico coordinado, improbable en la coyuntura actual— transformaría la válvula en bomba de presión. En ausencia de ese shock, la emigración seguirá por décadas, vaciando el país lentamente pero sin provocar estallido inmediato.

IV. ¿Por qué la teoría falla?

La paradoja venezolana desafía tres supuestos de la teoría política clásica:

Supuesto 1: “Ningún régimen se contenta con motivos puramente materiales” (Weber). En Venezuela, sí. El madurismo renunció explícitamente a la legitimidad. Las elecciones del 28 de julio de 2024 enviaron un mensaje brutal: “No necesitamos su creencia, solo su silencio.” El fraude no se oculta, se exhibe.

Supuesto 2: “La dominación sin hegemonía colapsa por crisis de autoridad” (Gramsci). No en un país con válvula de escape. La emigración masiva trasladó la crisis de autoridad hacia afuera: los que hubieran protestado están en Colombia, Perú, Chile. Los que permanecen dentro están atomizados, aunque las urnas demostraron que todavía responden cuando se les convoca a expresar su voluntad electoral.

Supuesto 3: “Los Estados fallidos colapsan o se fragmentan” (literatura sobre fragilidad estatal). Falso si hay recurso extractivo centralizado. El petróleo venezolano requiere infraestructura compleja que impide fragmentación territorial total. Partes de Amazonas pueden estar bajo control del ELN, la frontera bajo disidencias FARC, pero la costa petrolera permanece bajo dominio del núcleo pretoriano. Es fragmentación light, no somalización.

V. El factor Trump: la ventana que se cierra

La fuerza militar desplegada en el Caribe bajo la excusa de combatir el narcotráfico —pero con evidente finalidad política— resume el performance trumpista: amenaza visible sin plan de invasión. No es fuerza de invasión, sino teatro de presión. El objetivo, según ha reiterado Rubio, es presionar para elecciones supervisadas o forzar alguna salida negociada a la deslegitimación absoluta del régimen. A finales de septiembre, no hay resultados. Cada día sin efecto es una victoria para Maduro. Maduro ha rechazado toda presión, mantiene diálogo con enviados estadounidenses pero excluye explícitamente su salida de cualquier negociación. Washington desplegó fuerza naval, atacó embarcaciones en aguas internacionales, aumentó recompensas por captura de Maduro, pero no ha autorizado operaciones dentro de territorio venezolano. El bluff fue llamado, y la ventana se cierra.

El tiempo juega en contra de Washington. La política estadounidense dicta que el primer año de mandato es la única ventana para arriesgar: capital político alto, elecciones de medio término lejanas. Reagan lo entendió en 1981: financió a la Contra apenas llegó; el Irán-Contra estalló años después, cuando la ventana ya estaba cerrada. Trump y Rubio tienen hasta diciembre de 2025 para mostrar un resultado —capitulación, negociación o demostración de fuerza. Después, midterms y reelección cierran la puerta a cualquier aventura.

¿Por qué no ha funcionado la presión? Cinco razones:

  • La élite madurista está co-responsabilizada. No es solo que Maduro no negocie. Es que toda la cúpula y sus estructuras económicas saben que están atados al mismo destino. Todos están solicitados por la Justicia gringas o la Corte Penal Internacional por diversos delitos de lesa humanidad, todos se benefician del saqueo patrimonialista. Salir del poder significa cárcel, extradición, confiscación. No hay “retiro dorado” ni garantías creíbles de inmunidad. La cohesión de la élite no es lealtad a Maduro, es autopreservación colectiva. Aceptar elecciones limpias sería aceptar la extinción de toda la estructura de poder.
  • Respaldo externo suficiente: China, Rusia, Turquía, Irán, Colombia y hasta un sector petrolero gringo sostienen lo mínimo para resistir.
  • Costo prohibitivo: la base trumpista es aislacionista, escarmentada de Irak y Afganistán.
  • Falta plan B: la oposición que encarna Machado tiene legitimidad electoral y ha preparado un plan de transición de 100 días coordinado con Washington. Pero tener un plan no equivale a tener poder: gobernar Venezuela post-Maduro requiere cooptar sectores del chavismo, negociar con militares leales al régimen y evitar el colapso estatal. La visión excluyente de Machado —alineada con experimentos fallidos como el de Milei— genera fuertes dudas sobre su capacidad de construir las coaliciones amplias que una transición exitosa requiere. Sin músculo militar externo para forzar el cambio, el plan es inviable.
  • Maduro aprendió la lección: Saddam y Gaddafi cayeron por confrontación abierta. Maduro evita provocaciones, administra su perfil y gana tiempo.

El despliegue naval, en términos tácticos, hasta ahora luce como fracaso: la amenaza no ha movido a Maduro. Pero en términos estratégicos sí cumplió un propósito distinto: bajo la nueva Estrategia de Defensa Nacional que impulsa Hegseth, el Pentágono se reorienta hacia la defensa del homeland y el trazado de esferas de influencia. Venezuela encaja en esa lógica como frontera hemisférica: “China, no te disputo Taiwán si no disputas mi patio trasero.”

Aquí está la paradoja: lo que en Caracas se lee como bluff, en Washington se interpreta como señalización geopolítica. Fracaso en su objetivo inmediato (forzar negociación), pero éxito en el objetivo estructural (marcar el perímetro). Ninguno de los dos resuelve el dilema central: Estados Unidos puede derrocar, pero no puede reconstruir. Y lo sabe.

Por eso, más allá del ruido del despliegue naval, el futuro venezolano se decide en la inercia de sus factores internos. No en las maniobras de Washington, sino en cómo se consolidan —o se quiebran— los pilares del interregno estabilizado. De ahí surgen los dos futuros posibles.

VI. Los dos futuros posibles

El desenlace venezolano no se definirá en los barcos del Caribe, sino en la capacidad —o incapacidad— del sistema interno para sostenerse. Lo externo acelera o frena, pero no determina. La aritmética es clara: los factores materiales que estabilizan al madurismo —petróleo, emigración, y sobre todo la co-responsabilidad de la élite— pesan más que cualquier presión internacional.

De ahí que el horizonte 2025-2040 se reduzca a dos salidas estructurales. Todo lo demás —diálogos, sanciones, aperturas parciales, gestos diplomáticos— son variaciones tácticas.

Escenario 1: Continuidad del interregno estabilizado (87%)

Venezuela se consolida como Estado fallido funcional:

  • Caracas y la costa norte bajo control de la costra madurista y su guardia pretoriana.
  • Periferia (Amazonas, Apure, Paria, norte de Paraguaná) bajo poder de grupos irregulares vinculados a economías ilícitas.
  • Guayana Esequiba en proceso de consolidación a favor de Guyana-Exxon.
  • Economía dual: élite dolarizada de renta petrolera/minera/narco, masa sobreviviente con remesas y economía informal.

Proyecciones demográficas (2030): población residente de 24–26 millones (desde ~28,5M en 2025), con una diáspora que podría superar 9–11 millones en 2035 si persisten flujos netos negativos, aunque más lentos que en el pico 2018–2022. El país no se vacía de golpe, sino que se erosiona gradualmente: envejecimiento acelerado, concentración costera, vaciamiento interior, dependencia de remesas. Regresión civilizatoria estable: electricidad en colapso crónico, salud privatizada de facto, educación devastada. No es paréntesis: es equilibrio que se cronifica.

Duración estimada: 20-30 años, potencialmente 40-50. Precedentes: Corea del Norte (75+), Cuba (65+), Líbano (35 años, 1990-2025).

Variantes:

A) Continuidad lineal (65%): Maduro gobierna hasta su muerte natural (2035-2040). Sucesor asegura continuidad patrimonialista. La transición es ordenada porque todos tienen incentivos para preservar el sistema que los protege.

B) Golpe interno preventivo (22%): Entre 2028–2035, una facción militar desplaza a Maduro en un “golpe suave” no por conflicto ideológico, sino por cálculo de supervivencia colectiva: la élite determina que Maduro se ha vuelto un pasivo (demasiada visibilidad internacional, demasiado odio concentrado en su figura) y que un recambio cosmético mejora las probabilidades de supervivencia del sistema.

Precedente: Zimbabwe 2017 (remoción de Mugabe por militares para preservar el sistema, no para cambiarlo). Pero la comparación es imperfecta: Mugabe era anciano y desgastado; Maduro es operador útil. Solo una crisis de salud o cálculo de que un rostro nuevo facilita la normalización en beneficio de los cálculos políticos y económicos explicaría el recambio.

Resultado: Apertura controlada, normalización parcial con EEUU/región, amnistía mutua tácita, patrimonialismo intacto. Nuevo operador mantiene estructura de poder mientras negocia levantamiento gradual de sanciones.

Por qué 22%: La co-responsabilidad no solo cohesiona, también genera incentivo para recambios cosméticos si la élite calcula que Maduro se convierte en un pasivo insostenible. Un “golpe reformista” que preserve garantías mutuas es más probable que una negociación con la oposición (que no puede ofrecer garantías creíbles).

Escenario 2: Cambio de régimen forzado (13%)

Requiere shock externo o interno suficiente para desintegrar el pacto de autopreservación colectiva. Dado que la élite está co-responsabilizada, no hay salida negociada posible. Solo vías violentas o caóticas.

Variantes:

A) Intervención militar externa (8%)

Solo concebible octubre-diciembre 2025, antes de que cierre la ventana política de Trump. Tres modalidades:

A1) Operación limitada convencional (5%): Ataques selectivos a infraestructura represiva, presión sobre cúpula militar para inducir fracturas. Pero la co-responsabilidad de la élite hace esto más difícil de lo anticipado: no hay “militares reformistas” esperando señal de Washington. Todos están implicados. Probabilidad de producir transición real: <3%.

A2) Declaración de “misión cumplida” (2%): Trump declara victoria (“en el Caribe no se mueve una embarcación”), retira fuerzas sin haber cambiado nada en Venezuela. Políticamente rentable: muestra fuerza, evita costos de ocupación, permite concentrarse en otros frentes. Estructura madurista se fortalece por haber resistido la presión.

A3) Asesinato selectivo tipo Suleimani (1%): Eliminación con drones/fuerzas especiales de figura clave del cogobierno bajo justificación de indictments por narcotráfico.

Riesgo crítico: la respuesta más probable es escalada confrontacional, no capitulación. La élite sobreviviente calcularía que si EEUU ya decidió eliminarlos uno por uno, no tienen nada que perder. Represalias inmediatas: captura/ejecución de líderes opositores (Machado), detención de personal estadounidense (Chevron) como rehenes, nacionalización forzada de activos nacionales y extranjeros, posible activación de células en la región (ELN, disidencias FARC).

Objetivo: infligir costos máximos (crisis de rehenes + crisis energética + desestabilización regional) para forzar negociación bajo presión, no para rendirse.

Triple costo para EEUU: (1) Militar: escalada violenta de la élite madurista. (2) Político doméstico: aunque se justifique como “operación antinarcóticos,” sería interpretado como asesinato político extrajudicial. Suleimani era comandante militar de potencia hostil que atacaba tropas estadounidenses; Diosdado es narco-kleptócrata pero no ha matado soldados americanos. Diferencia cualitativa genera vulnerabilidad legal y crisis interna. (3) Diplomático regional: Lula, Petro, el “progresismo” latinoamericano se verían forzados a condenar públicamente al “imperialismo,” generando crisis hemisférica. Incluso gobiernos de derecha tendrían dificultad para respaldar abiertamente un asesinato selectivo.

Por qué solo 1%: EEUU sabe que esta táctica probablemente genera escalada múltiple con costos inaceptables que superan beneficio táctico. Por eso Trump no lo ha ejecutado a pesar de tener justificación legal (indictments vigentes desde 2020) y capacidad operativa comprobada.

Probabilidad total de intervención externa: 8%. Una vez cerrada ventana diciembre 2025: <1%.

B) Ruptura interna por desintegración (3%)

La co-responsabilidad cohesiona porque lo que está en juego es la vida misma. Toda la cúpula sabe que salir del poder significa cárcel, extradición o peor. No pueden negociar con la oposición (sin garantías creíbles de inmunidad), no pueden retirarse (sin protección legal), no pueden fragmentarse ordenadamente. El único escenario de ruptura interna es desintegración catastrófica que destruya el pacto antes de que puedan reaccionar.

Catalizador único:

Muerte súbita de Maduro sin sucesión clara: La disputa no será militar sino política entre los miembros del cogobierno. Sin mecanismo institucional para dirimir, cada facción intentará consolidar control usando sus redes patrimoniales (control de puertos, rutas de narcotráfico, acceso a renta petrolera).

La FANB, atomizada en REDI/ZODI, no entrará en guerra civil porque ningún comandante tiene incentivos para alzarse: todos están co-responsabilizados. Pero la estructura militar fragmentada limita la capacidad de cualquier facción civil para imponerse rápidamente. Resultado: período de inestabilidad (tiempo incierto) con posibles purgas, violencia selectiva entre operadores, competencia por lealtades dentro del aparato represivo, hasta que una configuración re-estabiliza control.

Por qué solo 3%: Maduro tiene 63 años, probabilidad de muerte súbita es baja. Y aun si ocurriera, la élite tiene fuertes incentivos para re-estabilizar rápidamente porque la alternativa (caos prolongado, intervención externa, pérdida de control petrolero) significa extinción colectiva. La desintegración solo persiste si ninguna facción logra consolidar poder durante el período crítico.

Incluso en este escenario, el resultado más probable no es “transición democrática” sino reconfiguración patrimonialista bajo nuevo liderazgo. Precedente: transiciones entre dictadores en regímenes africanos donde la élite co-responsabilizada preserva la estructura mientras cambia el operador.

C) Shock externo impredecible (2%)

Guerra regional, colapso climático, obsolescencia del petróleo. Imposible de modelar.

Sobre la incertidumbre: póker, no ajedrez

Estas proyecciones no son deterministas. Venezuela no es ajedrez —información completa, cálculo racional, posiciones objetivas— sino póker: información incompleta, psicología de jugadores, timing, azar.

Un infarto de Maduro, una crisis fatal interna de la costra, una purga mal ejecutada pueden cambiar el tablero súbitamente. Pero la co-responsabilidad de la élite reduce dramáticamente el margen de maniobra: no pueden negociar salida porque todos están implicados, no pueden fragmentarse porque REDI/ZODI se bloquean mutuamente, no pueden retirarse porque no hay garantías de inmunidad.

Por eso el sistema es más estable de lo que aparenta (87% continuidad), pero no inmune a shocks catastróficos (13% cambio por vías violentas o caóticas, no negociadas).

El despliegue naval en el Caribe fue siempre teatro performativo para incidir en la mesa de negociación. Hacer la amenaza “más creíble” requeriría acción directa de contundencia —un asesinato selectivo tipo Suleimani— pero Trump no parece dispuesto a abrir esa caja de Pandora dados los costos múltiples (escalada militar, crisis política doméstica, aislamiento regional). Maduro llamó el bluff y esperó. Trump está ahora atrapado entre retirarse sin resultados o escalar con costos inaceptables. La ventana se cierra. Y con ella, la probabilidad de continuidad del interregno se consolida en 87%.

Distribución final de probabilidades:

  • Escenario 1 (Continuidad): 87%

    • 1A (Continuidad lineal): 65%
    • 1B (Golpe interno preventivo): 22%
  • Escenario 2 (Cambio forzado): 13%

    • 2A (Intervención externa): 8%
    • 2B (Ruptura por desintegración): 3%
    • 2C (Shock impredecible): 2%

Estas probabilidades no son estadísticas duras, sino heurísticas analíticas: condensan la ponderación cualitativa de los factores estructurales examinados, reconociendo que el futuro político se juega en el terreno de la incertidumbre radical, no de la mecánica determinista.

VII. Epílogo: Gobernar sin futuro

Venezuela no espera colapsar: ya colapsó. Pero incluso en ruinas, el sistema gobierna. No construye ni proyecta, pero administra lo suficiente para sostenerse: petróleo para pagar la nómina pretoriana, diáspora para aliviar la presión, respaldo externo para que la máquina no se apague.

La clave de su estabilidad es la co-responsabilidad de la élite. No es un régimen personalista donde remover a Maduro cambia todo. Es una mafia funcional donde todos están atados al mismo destino: indictments, represión, narcotráfico, saqueo. Salir del poder significa extinción colectiva. Por eso la cohesión ha sido férrea. No es lealtad, es autopreservación.

Este equilibrio puede persistir 20-35 años hasta que factores demográficos (erosión poblacional irreversible), ambientales (obsolescencia del petróleo por transición energética), o geopolíticos (cambio de prioridades chinas post-Taiwán) lo quiebren definitivamente. Pero la probabilidad dominante (87%) es que este no sea un “interregno” transitorio sino una condición permanente: el Behemoth estable como nueva forma de organización política post-estatal.

Quedan márgenes estrechos de ruptura (13%), pero no vendrán por negociación ni por fracturas internas explotables desde afuera. Solo por shocks catastróficos: muerte súbita de Maduro sin sucesión clara, intervención externa limitada (cada vez menos probable conforme cierra la ventana de Trump), o eventos impredecibles que desintegren el pacto de supervivencia colectiva.

Para 2040, Venezuela se consolidará como sistema dual: 24-25 millones dentro del territorio fragmentado, 11-13 millones en el exterior. Mantendrá su ficción de integridad territorial y representación en la ONU, mientras la élite patrimonialista controla la renta extractiva y la masa sobrevive con remesas y economía informal.

Esta es la verdadera “transición venezolana”: no un régimen en crisis transitoria sino un nuevo tipo de formación política post-estatal —extractivismo sin nación, dominación sin hegemonía, presente sin futuro—. Y la lección para América Latina es inquietante: un Estado rentista puede colapsar como proyecto moderno y aun así persistir décadas como estructura extractiva patrimonializada, sostenido no por legitimidad ni por hegemonía, sino por co-responsabilidad criminal de una élite que solo puede sobrevivir dentro del poder.

Venezuela demuestra que el interregno estabilizado no es imposibilidad teórica sino realidad histórica: un zombie funcional que persiste porque colapsar completamente requiere más energía de la que el sistema posee.