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Ariadna no murió de diabetes

Ayer, #11deMayo, el Comité para la Libertad de los Presos Políticos (@clippve) anunció la muerte de Ariadna Pinto, una joven de 20 años cuya vida fue apagada por la maquinaria del poder que rige en Venezuela. Su historia no es un caso aislado, pero su brutal desenlace nos enfrenta de nuevo al hecho de que en Venezuela, la crueldad no es un accidente del sistema; es el sistema mismo.

Ariadna fue detenida en agosto de 2024 tras protestar contra el fraude electoral del 28 de julio. Acusada de “incitación al odio” y “terrorismo” por una jefa de calle, su vida dio un giro fatal. Diagnosticada con diabetes tipo I desde los 10 años y con hipertensión arterial a los 19, su salud colapsó en el encierro: hiperglucemias extremas, retención de líquidos, convulsiones. Fue hospitalizada, pero devuelta a su celda sin tratamiento adecuado. Incluso internada, la mantuvieron esposada, un gesto que no era solo humillante, sino profundamente inhumano. Su madre, Elizabeth Pinto, asumió sola los costos médicos, sostenida por la solidaridad de amigos. El Estado ni siquiera fingió cuidarla. Excarcelada en diciembre bajo presión pública, Ariadna ya estaba al límite. El 10 de mayo, un paro respiratorio puso fin a su sufrimiento.

Ariadna no murió por su enfermedad. La mató el sistema de la crueldad: la vecina que la denunció, los carceleros que la esposaron, los jueces que ignoraron su deterioro, el hospital que la devolvió a su celda sin cuidado alguno, y un gobierno que ve en su cuerpo rendido un “ejemplo” para silenciar a otros.

Apenas una semana antes, el 5 de mayo, el país lloraba otro joven muerto: Lindomar Amaro Bustamante, quien se suicidó en la cárcel de Tocorón tras meses de torturas, aislamiento y desesperación.

Estas tragedias evocan lo que Hannah Arendt describe en Los orígenes del totalitarismo como “muertes superfluas”. En los regímenes totalitarios, las personas son reducidas a seres prescindibles, vidas que no importan, cuerpos que estorban en la lógica del poder. Ariadna y Lindomar fueron superfluos para el régimen madurista: su existencia, su dolor, su humanidad no tuvieron valor. Negarles tratamiento, dejarlos morir, es un mensaje deliberado: protestar acarrea el mas alto costo.

La crueldad se ha convertido en una herramienta de gobierno, y no necesita torturas públicas ni ejecuciones espectaculares. Le basta con esposar a una joven moribunda en una cama de hospital, con dejar sin medicamentos a un preso enfermo, con hacer desaparecer a un defensor de derechos humanos. Es una crueldad silenciosa, burocrática, que opera a sabiendas que no enfrentará consecuencias.

Primo Levi decía sobre Auschwitz: “Aquí no hay porqués”. En Venezuela, la muerte de Ariadna no tiene un “porqué” que el régimen deba justificar. Simplemente ocurre, porque el sistema está diseñado para que ocurra.

El fin de semana que marcó la muerte de Ariadna también trajo una ola de abusos que parecen respuesta al golpe simbólico de la “Operación Guacamaya”. La represión se intensificó con sabor a venganza:

  • El 8 de mayo, Magalli Meda, mano derecha de María Corina Machado, denunció que encapuchados allanaron su casa. Al día siguiente, invadieron la vivienda de su madre y robaron su vehículo.

  • El 9 de mayo, Eduardo Torres, defensor de derechos humanos protegido por la CIDH, desapareció, levantando temores de una desaparición forzada.

  • El 10 de mayo, Andreína Baduel exigió pruebas de vida de su hermano Josnars, preso incomunicado y torturado en El Rodeo I.

  • Ese mismo día, el opositor Beto Villalobos denunció un nuevo allanamiento a su vivienda en Puerto La Cruz.

Hoy, frente a esta maquinaria de crueldad, toca nombrar, documentar y resistir, para que esas muertas no sean superfluas. Como me dijo una amiga periodista: “Escribir, registrar, denunciar, alimentar la conciencia pública es más urgente que nunca”. La memoria de Ariadna, Lindomar y tantos otros no puede ser superflua. Sus historias deben ser un recordatorio de que, mientras el régimen apuesta por el olvido, nuestra tarea es no resignarnos. Solo así podremos desmantelar un sistema que ha hecho de la crueldad su forma más pura de poder.

Reencuadrar la resistencia

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Cómo, creo, se debe salir de la trampa discursiva en la elección de mayo

En Venezuela ya no votamos para elegir.

Votamos dentro de un régimen que transformó el sufragio en un simulacro: una puesta en escena de legalidad que encubre el despojo.

Como bien expone [Jeudiel Martínez] (https://www.caracaschronicles.com/2025/04/15/what-if-its-venezuelan-society-that-collapses-not-the-regime/?lang=es), el voto, tal como lo conocíamos, ya no existe.

Entonces, ¿por qué siquiera considerar participar en las elecciones regionales de mayo?

La verdadera pregunta no es “¿por quién votar?”, sino**: ¿para qué participar?**

I. Dos marcos estériles que dominan el debate

El debate público está atrapado entre dos polos que, aunque opuestos, terminan reforzando el mismo marco de legitimidad del régimen:

  • La abstención moralista, que parte del principio de que participar sería una traición a la dignidad del pueblo y al mandato del 28J.

  • La competencia colaboracionista, que acepta las reglas del juego amañado en nombre de “preservar espacios” o capitalizar cuotas de poder.

Ambas posturas, por razones distintas, juegan dentro de los límites definidos por el madurismo.

Y como advierte George Lakoff, quien define el marco del discurso, domina el terreno.

II. El frame abstencionista: tener razón ≠ tener poder

María Corina Machado y Edmundo González, elegidos por una mayoría que el régimen despojó, sostienen que no puede haber nueva elección sin reconocer el triunfo del 28J.

Es un argumento ético-jurídico impecable.

Pero no es una estrategia de poder.

No hay una hoja de ruta clara para “cobrar”.

No hay plan de movilización, ni articulación social, ni uso táctico del momento político.

Y mientras tanto, las condiciones empeoran:

  • Represión post-electoral que diezmó redes ciudadanas.
  • Promesas fallidas, como la expectativa creada para el 10 de enero.
  • Paralización del músculo organizativo.

El abstencionismo, así planteado, se vuelve reactivo. Moralizante.

Y deja el terreno libre para el régimen.

III. El frame colaboracionista: un contrincante a la medida

Henrique Capriles fue inhabilitado por años… hasta que súbitamente el régimen lo habilitó para estas elecciones.

No hace falta ser malpensado para sospechar.

Todo indica que lo necesitan como contrincante funcional: lo suficientemente conocido, pero sin capacidad de movilizar ni ganar.

Capriles, en lugar de convertir su habilitación en denuncia viva — “me habilitan para dividir” — , se sumó al juego electoral como candidato.

El resultado es un debate estéril entre “verdaderos opositores” y “colaboracionistas”.

Un marco que solo beneficia al poder: divide, desgasta, distrae.

IV. El nuevo framing: participar como sabotaje estratégico

No se trata de elegir entre Capriles o Machado.

Se trata de elegir otro marco de acción:

  • No votamos porque creamos en el sistema. Votamos para usar la elección como trinchera.
  • No votamos para elegir. Votamos para desgastar la dictadura.
  • No votamos por candidatos. Votamos contra el poder establecido.
  • No aceptamos la elección como fin. La usamos como medio de reorganización y presión.

Esto no es idealismo.

Es cálculo. Es lenguaje de poder.

Y más aún: mayo no es un evento aislado.

Es la antesala del referéndum constitucional que busca consolidar la hegemonía madurista por otra vía.

Si no hay organización ahora, seremos tomados divididos y sin capacidad de respuesta.

Mayo es el ensayo. El referéndum será el asalto final.

V. Conclusión: recuperar la iniciativa, cambiar el marco

Participar no es creer.

Y abstenerse, en este momento, no es resistir.

**Lo que necesitamos no es otra elección. **

Lo que necesitamos es convertir esta elección en un momento de reorganización política, exposición internacional y reconstrucción del tejido cívico.

No se trata de “votar por alguien”.

Se trata de no renunciar al espacio político.

De convertir cada evento electoral en una grieta más en el sistema.

Por eso, antes que candidatos, necesitamos una narrativa: una estrategia de confrontación simbólica y un nuevo encuadre que coloque la disputa en otro terreno, no en el del madurismo.

¿Quién teme a la Quinta Ola? Crítica a la fragilidad de la rebelión digital

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Hace más de una década, un libro autopublicado por su autor, casi clandestino, The Revolt of the Public and the Crisis of Authority in the New Millennium, impactó a las élites de Silicon Valley.

A pesar de su influencia entre analistas y tecnólogos, que lo veían como un texto profético sobre el empoderamiento digital, quedó años fuera del alcance del público general, hasta que el start-up financiero Stripe lo editara y distribuyera masivamente en 2018. Traducido al español en 2023 por una editorial argentina como La rebelión del público: La crisis de la autoridad en el nuevo milenio, alcanzó por fin a los lectores hispanohablantes, que comenzaron a descubrir su relevancia.

Su autor, Martín Gurri, un analista jubilado de la CIA de origen cubano, sostiene que el diluvio de información de la revolución digital ha desmantelado la autoridad tradicional de las jerarquías, dando paso a un público empoderado y furioso que rechaza sistemas, programas e ideologías. Gurri llama a este fenómeno la “Quinta Ola”, un tsunami de caos social que derriba pero no construye.

Gurri construye su teoría sobre olas de rebelión gestadas en plataformas digitales: las protestas en Irán (2009), impulsadas por blogueros como Hossein Derakhshan (Hoder); la Primavera Árabe en Egipto, donde Twitter fue un megáfono de la indignación; el Brexit y el movimiento MAGA de Trump, ejemplos de cómo las redes convierten el descontento en arma política. Estos casos, afirma, demuestran que el público ha quebrado el monopolio narrativo del poder. Sin embargo, esta lógica se desmorona frente a regímenes como los de Venezuela o Cuba, donde la disidencia — por más viral que sea — choca contra un muro de fusiles y cárceles. Aquí, la represión no discrimina entre tuits y cuerpos: borra ambos con la misma saña. La pregunta entonces no es ¿hasta dónde llega la ola?, sino ¿qué valor tiene una ola que se estrella contra el acantilado de un poder indiferente a su legitimidad?

La seducción de la tesis de Gurri radica en su diagnóstico contundente: la revolución digital ha dinamitado el control de las élites sobre la narrativa pública, resquebrajando gobiernos, medios e instituciones que ahora enfrentan a una audiencia escéptica y armada con un clic. Pero su apuesta va más allá. Al proponer la “Quinta Ola” — un sismo descentralizado impulsado por multitudes que rechazan dogmas y jerarquías — , Gurri no solo desafía los modelos clásicos de cambio social, sino que confronta directamente a Malcolm Gladwell quien, en Small Change: Why the Revolution Will Not Be Tweeted, defendía que la transformación política exige redes humanas sólidas, no el caos efímero de lo digital. Para Gurri, sin embargo, ese mismo caos es la savia de una nueva era: ciclones que agrietan órdenes establecidos, aunque dejen tras de sí escombros y no cimientos.

Pero es precisamente aquí donde la tesis de Gurri se tambalea frente a regímenes que ignoran el clamor digital. En Venezuela, ciudadanos armados con teléfonos y hashtags exponen la corrupción, represión y decadencia del regimen madurista ante el mundo. En Cuba, las protestas de 2021 inundaron las redes con protestas, marchas y consignas de libertad. La “Quinta Ola” estaba presente, deslegitimando a los tiranos. Pero Maduro bloqueó las redes sociales y Cuba cortó el acceso a internet, ambos sacaron a sus matones a la calle. La represión prevaleció: las cárceles se llenaron y el silencio se impuso a palos. Gurri afirma que el poder colapsa al perder el control de la información, pero ¿qué pasa cuando ese control no importa? ¿Cuando la autoridad se sostiene no en la aprobación, sino en el miedo y la violencia? En esos casos, la revuelta del público se reduce a un lamento.

La promesa rota de la Quinta Ola

La “Quinta Ola” derriba sin proponer. Desnuda a los poderosos, pero no los expulsa. Al poder corrupto no le importa quedar expuesto; se vanagloria de su “malismo”, de su propia infamia. El libro nombra y analiza la potencia del caos para la transformación política, pero no responde qué hacer cuando el caos no alcanza. Tampoco tiene que hacerlo. En Caracas, la reacción popular al fraude electoral madurista se quebró por la represión, la falta de organización y liderazgo; en La Habana, los manifestantes fueron silenciados sin una vanguardia que los uniera. La “lógica sectaria” que Gurri describe, esa ausencia de unidad, es la grieta que abre paso a la derrota de la rebelión.

No niego la verdad de su diagnóstico. La erosión de la autoridad es innegable: estos gobiernos se sostienen sobre escombros de credibilidad, sin legitimidad, mientras el público, con su megáfono digital, los acosa. Pero Gurri parece tan fascinado por la revuelta que olvida que no toda crisis de autoridad lleva a la liberación. En regímenes frágiles, la “Quinta Ola” puede derribar presidentes o forzar reformas; en dictaduras, solo aumenta la lista de mártires. El libro no tiende un puente entre el derrumbe y la reconstrucción, y esa omisión lo deja varado en la orilla del cambio real.

Un espejo incompleto

The Revolt of the Public es un espejo que refleja nuestro tiempo: la ira de caótica de los marginados e insatisfechos, la ambición desmedida de las élites y el vértigo de un mundo en interregno. Sin embargo, es un espejo que no termina de reflejar a América Latina, donde las dictaduras no son meros ecos del pasado, sino heridas abiertas que sangran en presente continuo. Gurri escribe desde una perspectiva que presupone cierta porosidad en el poder, donde la opinión pública puede filtrarse y alterar las estructuras al saltar desde el mundo digital. Pero en Venezuela, Cuba o Nicaragua, el poder no es poroso; es un muro de concreto reforzado con fusiles. La Quinta Ola puede gritar, pero no siempre tiene dientes.

Resistir sin vencer

Valoro en Gurri el intento de darle sentido a las formas postindustriales de la contestación colectiva. Pero mientras Eunice Paiva, desde otra época, rebela en Ainda Estou Aqui la transformación de su pérdida en una lucha tangible por la justicia, la Quinta Ola de Gurri parece quedarse en el umbral: derriba, pero no construye. Es una resistencia sin victoria, un eco que retumba sin romper el silencio. Leer The Revolt of the Public es enfrentar una verdad incómoda: el poder ya no necesita que lo crean para aplastarnos. En su descomposición, le es indiferente la popularidad, la reputación o la legitimidad. Y en ese vacío entre la revuelta y la redención, seguimos lamiéndonos las heridas, esperando que el tiempo, o algo más, forme la costra.

Todavía Estoy Aquí: cicatrizar el dolor, memoria y resistencia en estas tierras

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Hay heridas que nunca terminan de cicatrizar. Nos las lamemos una y otra vez, como animales que intentan curarse, esperando que el tiempo forme la costra. Pero ahí siguen, vivas, punzándonos con su dolor. Algunas siguen supurando a pesar del tiempo, como los crímenes de lesa humanidad de las dictaduras del Cono Sur; otras nuevas se abren cada día, como las que deja la represión y el terrorismo de Estado en Venezuela. Ainda Estou Aqui, de Marcelo Rubens Paiva, y La Llamada, de Leila Guerriero, parecen formar parte de ese intento incesante de la sociedad por cicatrizar sus heridas: al revisar sus historias, al conectar lo íntimo con lo político, lo personal con lo colectivo, la tragedia de una familia con la lucha de un país, nos obligan a volver una y otra vez sobre el dolor, quizá como forma de sanarlo.

La vida de Eunice Paiva y sus cinco hijos da un giro trágico cuando su marido, el exdiputado Rubens Paiva, es desaparecido por la dictadura brasileña. Los militares ocultan su muerte bajo tortura con el cuento de un rescate por un “grupo terrorista”. Ainda Estou Aqui repasa las casi cuatro décadas de lucha de Eunice por descubrir la verdad sobre el destino de su marido, una batalla que es, en esencia, la de Brasil por recuperar la democracia, la justicia y los derechos de los más vulnerables en una sociedad más justa.

Eunice no se quiebra: se reinventa. No se presenta como víctima, sino que enfrenta a los militares; su orgullo no se doblega ante los torturadores. Se convierte en abogada de derechos humanos, canaliza su dolor en una causa mayor y, con una fuerza vital inquebrantable, saca adelante a sus cinco hijos. No se deja consumir por el odio ni por la desesperanza. La dictadura pudo arrebatarle a su esposo, pero no su dignidad ni su determinación de seguir en pie.

“El crimen fue contra la humanidad, no contra Rubens Paiva. Necesitamos estar sanos, bronceados para la contraofensiva. Angustia, lágrimas, odio, solo entre cuatro paredes. Fue mi madre quien dictó el tono, ella quien nos enseñó”, escribe su menor hijo, Marcelo, el único varón de la familia.

Aquí es donde la historia deja de ser solo memoria y se convierte en un espejo: más allá de la denuncia política, muestra cómo una tragedia familiar se transforma en un proceso de reconstrucción social; cómo la pérdida personal se convierte en la búsqueda de justicia de todo un país. Y en ese reflejo, nos confronta con una pregunta que persiste en cada historia de violencia y resistencia: ¿cómo seguir adelante cuando te lo han arrebatado todo? Una pregunta que resuena hoy ante la brutalidad del terrorismo de Estado en Venezuela y que nos recuerda que, en América Latina, las dictaduras no son solo un espectro del pasado, sino un ciclo en el que seguimos atrapados.

El eterno retorno

Durante 18 semanas consecutivas, Ainda Estou Aqui se mantuvo como el libro más vendido en Brasil, mientras su adaptación cinematográfica compite este año por el Óscar a mejor película extranjera. Por su parte, el suplemento literario del diario El País nombró La Llamada, de Leila Guerriero, mejor libro de 2024 en Iberoamérica. El éxito comercial de estas obras refleja una lenta y dolorosa digestión del pasado, un intento por aprender para que no se repita. Un proceso que recuerda a la sociedad alemana tras el nazismo, donde la memoria se convirtió en pilar para impedir el regreso de la barbarie.

Mientras Brasil intenta procesar los horrores de su dictadura, en su vecino Venezuela esa historia sigue escribiéndose: un terrorismo de Estado que persiste bajo la dictadura de Maduro, como si el fantasma del pasado se resistiera a desaparecer.

En una entrevista, Fernanda Torres, protagonista de la película, trata de explicar que Brasil fue víctima de su tiempo: “Las dictaduras de Suramérica no eran un asunto de repúblicas bananeras. Formaban parte de la macropolítica de la época. Por eso siempre repito que fuimos víctimas de la Guerra Fría”. La pregunta es entonces inevitable: si Brasil fue pieza de aquel ajedrez geopolítico, ¿no es Venezuela hoy reflejo de una Guerra Fría 2.0, en la que las grandes potencias vuelven a jugar a favor de las dictaduras?.

Quizás por eso la historia se repite. Si antes las dictaduras en América Latina fueron patrocinadas por las potencias de la Guerra Fría, hoy nuevos y viejos imperialismos compiten por mercados y zonas de influencia, dejando a los países atrapados en esa pugna: como ocurre hoy con Ucrania o Siria. No es un accidente, es un síntoma de una geopolítica donde las dictaduras siguen siendo herramientas de control e influencia. Como entonces, las grandes potencias no ven regímenes autoritarios, sino aliados estratégicos. Y como siempre, los que pagan el precio son los pueblos sometidos al terrorismo de Estado. Nada debemos esperar, salvo de nosotros mismos, para reconquistar la democracia

Recordar es resistir

La memoria histórica no es un acto nostálgico, sino un puente entre el horror de ayer y la resistencia de hoy. Como advirtió Hannah Arendt, todo régimen totalitario necesita borrar su propio pasado para garantizar su supervivencia. De ahí que la lucha por recordar no sea solo un deber moral, sino un acto de resistencia. En sociedades marcadas por la violencia, el recuerdo no es pasado: es un campo de batalla donde se decide el futuro.

Si en Brasil y Argentina las heridas se suturan con justicia y relatos, en Venezuela el régimen sigue disparando contra el tiempo: desaparecidos retenidos en cárceles clandestinas, reclusorios convertidos en centros de tortura, niños tras las rejas, familias destrozadas por la incertidumbre o por las condiciones inhumanas del encarcelamiento. Pero esta tragedia no ocurre en el vacío. Como antes lo fue el Cono Sur, Venezuela es hoy un escenario de fuerzas que la trascienden. Forma parte de una macropolítica donde viejos y nuevos poderes compiten por mercados, territorios y áreas de influencia, mientras la vida de la gente común se convierte en pieza prescindible en el tablero global. La represión interna no es solo el reflejo de un régimen que se perpetúa, sino de un sistema de poder donde las dictaduras siguen siendo funcionales.

Aun así, las historias como la de Eunice Paiva no son solo advertencias: son pruebas de que el terror no es invencible. Por cada víctima del Cono Sur que exhumó la verdad, hay hoy en Venezuela una madre que grita el nombre de su hijo frente a una prisión, un preso político que sobrevive al encierro con la dignidad intacta, un estudiante que alza la voz donde otros fueron silenciados. La máquina de borrar fracasa cuando alguien insiste en nombrar lo innombrable.

Leer Ainda Estou Aqui es, en el fondo, un acto de resistencia contra esa máquina de borrar. No solo nos cuenta lo que fue, sino que nos interpela: ¿qué hacemos con esa memoria? Porque la historia, como el dolor, solo se transforma si alguien decide sostenerla, darle sentido y convertirla en acción.