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Los límites del poder simbólico del Nobel

Legitimidad moral, narrativa política con amenaza militar en puerta

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En tuiter, la cuenta @ProfesorNangara me apunta que el Premio Nobel de la Paz no garantiza poder político, citando el caso de Aung San Suu Kyi. Ciertamente. Agregaría también el de Rigoberta Menchú, ambas símbolos universales de resistencia cuya influencia terminó chocando contras los límites del poder real. El reconocimiento internacional les dio visibilidad, no poder decisorio. Les ofreció una tribuna desde donde amplificar una voz que Occidente avala como moral.

Esos límites podemos encontrarlos también en otros casos, como en el de Shirin Ebadi en Irán, que terminó exiliada, o Liu Xiaobo, a quien el Nobel no pudo ni salvarle la vida.

Alguien pudiera contraargumentar mencionando a Lech Walesa, o a Maria Reesa, a quien hice referencia en un post anterior. El premio mantuvo a Walesa a salvo durante años y sostuvo la legitimidad del movimiento Solidaridad hasta el derrumbe del bloque soviético. El Nobel, en ese caso, funcionó como escudo simbólico hasta que la historia giró.

Por eso, concluía que el Nobel tiene, en especial en nuestro caso, la capacidad de reenfocar la narrativa al otorgar legitimidad moral. Cambia el marco desde el que se interpreta el conflicto. No cambia las fuerzas en el terreno, pero sí la percepción de quién encarna la causa justa. Y esa percepción, en política, puede convertirse en una herramienta de poder.

Pero en el caso venezolano hay una diferencia que altera la ecuación: el timing. Cuando Aung San Suu Kyi fue premiada, Myanmar seguía aislada del mundo, sin sanciones coordinadas ni presión internacional. Menos con una flota amenazándola. Su reconocimiento tuvo un valor ético, pero ningún correlato estratégico.

María Corina Machado, en cambio, recibe el Nobel en medio de una coyuntura de alta tensión. Washington prepara una escalada de presión contra un régimen señalado como amenaza hemisférica, y el premio llega justo cuando ese tablero está en movimiento.

Esa coincidencia amplifica su impacto. El Nobel consolida el aislamiento internacional del madurismo, que ayer mismo quedó en evidencia durante la sesión del Consejo de Seguridad de la ONU convocada torpemente por el propio régimen. En lugar de quebrar el consenso, lo reforzó. La sesión, al coincidir con el anuncio del premio, terminó amplificando la figura de Machado y la causa democrática que representa. El madurismo se dio otro tiro en el pie.

El contexto convierte el gesto en un acto con consecuencias reales: legitima narrativas, respalda decisiones y condiciona aliados. No la consagra como líder del futuro gobierno, pero la instala como interlocutora inevitable.

El paralelismo con Menchú y Suu Kyi sirve para recordar los límites del poder simbólico. Sin embargo, el entorno actual —una crisis con componentes militares, diplomáticos y económicos— puede convertir esa legitimidad moral en un activo político con peso propio. Quizás, quién sabe, como esto es póker, pueda terminar mas bien Machado como Abiy Ahmed, quien dos años después de recibir el Nobel terminó liderando la cruenta guerra civil en el Tigray.

El premio a Machado no parece un gesto humanitario ni un acto de idealismo nórdico. Suena mas bien a jugada calculada dentro del tablero geopolítico. Un movimiento que busca modificar la correlación diplomática, impactar una negociación en marcha y, sobre todo, dejar claro quién tiene hoy la legitimidad moral para hablar en nombre de Venezuela.

El Nobel a Machado en el Tablero Trump: ¿Preludio de Guerra o Palanca de Negociación?

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El Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado llega en un momento crítico. Con Donald Trump en la Casa Blanca preparando una escalada militar sobre Venezuela con miras a desplazar el poder el regimen dictatorial, el reconocimiento internacional a Machado introduce una nueva variable en el tablero geopolítico. La pregunta crucial no es si el premio es merecido, sino cómo interactúa con el teatro de operaciones real —la mesa de negociación donde se decidirá el futuro del país— y si acelera el camino hacia un conflicto militar o, paradójicamente, facilita una salida negociada.

El Timing Estratégico

El otorgamiento del Nobel en octubre de 2025 coincide con un momento en que Washington se prepara para una escalada de presión sobre Venezuela. Independientemente de las intenciones del Comité Nobel, el reconocimiento internacional a Machado llega cuando Estados Unidos necesita legitimar una intervención más agresiva. Este timing crea una interacción estratégica significativa.

El premio del Comité Nobel noruego —históricamente sensible a las dinámicas geopolíticas occidentales— funciona en la práctica como operación de lawfare internacional: establecer quién tiene legitimidad democrática antes de que se ejerza la presión máxima. Es preparar el terreno narrativo para lo que viene. Y los noruegos, históricamente mediadores en el conflicto venezolano hasta hartarse de los desplantes del madurismo, envían aquí un mensaje inequívoco sobre dónde está la legitimidad.

Lecciones de Ressa y Murátov: El Nobel Como Escudo Diplomático

Para entender el impacto real del Nobel a Machado, conviene revisar los paralelismos históricos recientes. Cuando María Ressa ganó el premio en 2021 en el contexto de los crímenes de lesa humanidad de Duterte en Filipinas, se hizo de un escudo diplomático que el régimen no pudo penetrar. Duterte no la pudo encarcelar sin costos políticos impagables. El Nobel no derrocó al poder, pero alteró el equilibrio narrativo. Ressa pasó de ser una periodista acosada a ser una figura de referencia global. Su premio deslegitimó al régimen más que derrocarlo. Duterte eventualmente terminó en La Haya.

Dmitri Murátov en Rusia muestra otra variante: es cierto que terminó exiliado y la Novaya Gazeta proscrita, pero el Nobel le otorgó legitimidad permanente frente al régimen autoritario de Putin. Murátov es hoy la cara “respetable” de la Rusia liberal en el exilio, con acceso y credibilidad global que ningún otro opositor ruso puede igualar.

El Nobel a Machado sigue este patrón: avala su papel como la figura legítima de la transición, del mismo modo que Ressa y Murátov fueron validados como portavoces de la “otra” Filipinas y la “otra” Rusia. El premio define legitimidad moral antes de la legitimidad política. En términos prácticos, consolida la figura con quien el mundo —y eventualmente el régimen— tendrá que negociar.

El Triple Mensaje Geopolítico

El Nobel comunica simultáneamente en tres direcciones, y esta es su verdadera potencia estratégica:

A Trump y Occidente les dice: “esta es la interlocutora legítima”, el activo diplomático sobre el que pueden apuntalar la presión, sea cual sea la forma que esta adopte. Cualquier acción de Washington —desde sanciones secundarias hasta opciones militares— puede ahora enmarcarse como “apoyo a la Nóbel de la Paz”. Esto neutraliza muchas críticas y apuntala la narrativa por la lucha por la recuperación de la Democracia del pueblo venezolano.

A Maduro y los militares venezolanos les señala con claridad con quién deben negociar, otorgándole a Machado la autoridad simbólica necesaria para una transición pactada. El mensaje implícito es clarito: no van a negociar con figuras secundarias o con una oposición fragmentada. La oposición caprilista no va pal baile. Si hay salida negociada, será con ella. Esto le da a la costra madurista y a los militares una contraparte clara si deciden explorar acuerdos.

A la opinión pública global le comunica que “la democracia venezolana tiene rostro y nombre”, haciendo mucho más difícil para el madurismo presentarse como víctima de una agresión imperial. La narrativa de “conspiración estadounidense” se complica cuando la figura central tiene el Nobel de la Paz.

La Paradoja: Fortalecimiento Dual en la Mesa de Negociación

Aquí está la complejidad táctica que quiero resaltar: el Nóbel fortalece simultáneamente dos posiciones contradictorias en la mesa de negociación real.

Para la estrategia de presión máxima de Trump—escalada militar—el premio podría legitimar esa escalada y reducir los costos políticos internacionales. Pero simultáneamente, le da al régimen de Maduro algo que puede usar en negociaciones: la carta de que está negociando con “la comunidad internacional”, no simplemente capitulando ante Washington. Si el chavismo eventualmente acepta una transición negociada, puede presentarla internamente como reconocimiento al “diálogo” en lugar de una rendición.

El Nóbel institucionaliza a Machado como contraparte legítima, lo que paradójicamente hace más negociable un acuerdo. Todos los actores pueden ahora articular narrativas aceptables para sus bases: el régimen puede decir que negocia con legitimidad internacional, Machado puede aceptar compromisos sin parecer que traiciona la lucha porque tiene el Nobel, Trump puede declarar victoria al forzar una transición, y los militares venezolanos pueden presentar un acuerdo como responsabilidad patriótica.

El Nobel y la Dinámica de Negociación

El Nobel introduce una variable compleja en la mesa de negociación. Por un lado, le da a Machado legitimidad global que complica cualquier narrativa del régimen sobre “agentes del imperialismo”. Por otro, para Maduro y su círculo, negociar con Machado sigue siendo negociar con Washington —el Nobel no cambia esa ecuación fundamental.

Donde el premio sí tiene impacto real es en crear presión desde otros actores. Brasil, Colombia, México y potencias europeas ahora tienen menos margen para mantener posiciones ambiguas. El Nobel les incentiva a tomar posición más clara sobre quién consideran interlocutor legítimo. Esto estrecha el espacio de maniobra del régimen para dividir a la comunidad internacional, ante quien lucen cada días más aislados.

Para el alto mando militar venezolano, el Nobel recalibra cálculos de otra manera. Les presenta una figura que, aunque alineada con Washington, tiene suficiente legitimidad internacional como para que conversaciones exploratorias no sean simplemente “traición” sino “responsabilidad ante la presión global”. Es una distinción sutil pero políticamente significativa en las dinámicas internas del régimen.

¿Más Cerca de la Guerra o la Negociación?

Es ambas: el escenario de escalada militar se hace más factible porque Trump tiene ahora mayor legitimidad internacional para este tipo de acciones. Una intervención humanitaria, un bloqueo naval, operaciones encubiertas —todas estas opciones que antes eran políticamente muy costosas— ahora pueden presentarse como “protegiendo a la Nobel de la Paz”.

Pero simultáneamente, una salida negociada se vuelve más viable precisamente porque todos los actores pueden salvar la cara. El régimen negocia con legitimidad internacional, no se rinde ante el imperio. Machado acepta compromisos respaldada por el Nobel. Trump declara victoria sin invadir. Los militares presentan el acuerdo como patriotismo ante la amenaza externa.

Póker, No Ajedrez: El Rol del Azar en la Complejidad

Para cerrar este análisis, es crucial entender que Venezuela no se juega como ajedrez, donde todos ven el tablero y gana la mejor estrategia. Venezuela se juega como póker de altas apuestas, donde nadie sabe realmente las cartas del otro, el bluf es parte del juego, y ganar depende tanto de la percepción como de la realidad.

Nadie conoce realmente la mano del otro. ¿Cuánta lealtad militar real conserva Maduro? ¿Está Trump genuinamente dispuesto a usar fuerza o solo blufea? ¿Qué capacidad de movilización tiene Machado después de un año clandestina? ¿Cuánto apoyo seguirán dando Rusia y China si la presión sube? Nadie puede predecirlo a ciencia cierta.

El bluf es central. Maduro blufea con sus milicias y control inquebrantable. Trump con opciones militares de alcance limitado. Machado con una oposición unificada que sigue fragmentada. Los generales con lealtad mientras quizás negocian en secreto. Las potencias externas blufean sobre compromisos que se sostienen por la conveniencia.

La percepción es realidad. En póker, lo que tu rival cree que tienes es tan importante como lo que realmente tienes. El Nóbel cambia percepciones, y en este juego, eso mueve fichas reales. Si los generales venezolanos creen que el madurismo perderá eventualmente, esa creencia puede volverse realidad e influir en sus lealtades y decisiones.

El Nobel es una jugada clásica de póker: sube la apuesta, cambia percepciones sobre quién tiene la mano fuerte, y obliga a todos los demás jugadores a recalcular si siguen en el juego o se retiran. Los noruegos acaba de poner suficientes fichas sobre la mesa con esta carta visible. Ahora todos deben decidir: ¿igualan la apuesta, suben más, o se retiran?

La diferencia entre póker y ajedrez es que en ajedrez, el mate es inevitable si juegas perfectamente. En póker, puedes tener la mejor mano y aun así perder si te retiras, o ganar con cartas mediocres si todos los demás se retiran primero. El azar —quién blufea mejor, quién calcula mal el riesgo, quién aguanta más presión— juega un rol decisivo en el desenlace.

El Nobel no garantiza que la democracia venezolana gane esta mano. Simplemente ha subido lo suficiente la apuesta como para que mantener el statu quo ya no sea opción viable. En los próximos días veremos quién tiene realmente las cartas para sostener el bluf, quién decide retirarse, y quién está dispuesto a ir all-in. Lo único seguro es que la partida acaba de volverse mucho más cara para el madurismo, y que en esta complejidad, el azar puede definir más que la estrategia.

Venezuela bajo el madurismo: Pronóstico de un equilibrio post-histórico

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I. La anomalía que persiste

Malfred Gerig caracteriza al régimen venezolano post-2016 como un híbrido “profundamente inestable”: dominación patrimonialista-estamental hacia los cuadros militares y dominación monopólica sobre la sociedad civil. Para este diagnóstico, combina conceptos weberianos (tipos de dominación, legitimidad) con categorías gramscianas (crisis orgánica, hegemonía). El resultado es la imagen de un régimen condenado a la fragilidad: carece de legitimidad y es incapaz de generar poder para —capacidad creadora, proyectiva— más allá de ejercer únicamente poder sobre. Sin embargo, Venezuela ya atravesó todos los tipping points clásicos —hiperinflación, un colapso económico del 80%, el éxodo de una cuarta parte de la población, la pérdida de control sobre territorios periféricos— sin que el régimen se derrumbe. ¿Qué explica esta persistencia? Y, más importante aún, ¿qué anticipa sobre el futuro?

La respuesta está en reconocer que Venezuela ya no opera bajo las coordenadas de la teoría política moderna. El gobierno de Maduro no es una dictadura tradicional en proceso de descomposición, sino un equilibrio post-histórico: un Estado que ha renunciado a sus funciones modernas —promover desarrollo, bienestar, legitimidad— para limitarse a administrar violencia y renta extractiva. Un régimen que aprendió a sobrevivir sin proyecto, sin futuro, sin nación: solo con un presente perpetuo.

II. El interregno estabilizado

Gerig sostiene que cuando un gobierno fracasa en la construcción del Estado y en la acumulación de capital —como ocurre en Venezuela— debe compensar esa debilidad aumentando la violencia. El poder extensivo (redes sociales funcionales, economía productiva, burocracia eficiente) se sustituye por poder autoritario basado en la coacción. En la mayoría de los casos, advierte Gerig, este tránsito desemboca en un interregno: un estado de naturaleza hobbesiano donde el poder carece de fundamentos, lo que hace imposible la acción social. Es entonces cuando el Estado deja de ser el Leviatán de Hobbes para convertirse en el Behemoth de Franz Neumann.

El Leviatán monopoliza la violencia para producir orden: puede ser opresivo, pero gobierna, construye, proyecta futuro. Un ejemplo es el régimen chino, cuya legitimidad descansa en que provee resultados tangibles a su población. El Behemoth, en cambio, es pura violencia sin forma: un “no-Estado” que solo domina y destruye, incapaz de organizar la vida social. Como en Haití. El interregno hobbesiano designa justamente ese tránsito: guerra de todos contra todos, ausencia de autoridad reconocida, imposibilidad de cooperación.

Venezuela, sin embargo, ha logrado estabilizar el interregno. No avanza hacia un nuevo Leviatán ni se desintegra en fragmentación total. Ha consolidado una tercera forma, con precedentes en ciertos Estados extractivistas africanos: un Behemoth estable.

La paradoja venezolana: Behemoth que persiste

¿Cómo puede un Estado descompuesto ser simultáneamente estable? Tres factores materiales lo hacen posible:

Primero: El petróleo como ancla. A diferencia de Somalia (sin recurso centralizable) o Libia (petróleo disperso tras fragmentación militar), Venezuela posee un recurso que requiere infraestructura compleja concentrada: refinerías, oleoductos, puertos especializados, PDVSA. El petróleo no creó el Estado central en Venezuela, pero lo convirtió en una estructura mucho más difícil de fragmentar. Hoy, esa renta apenas sostiene un Estado mínimo patrimonializado: pagar a la guardia pretoriana, mantener la infraestructura petrolera básica y financiar importaciones esenciales. No alcanza para reconstruir un Estado desarrollista ni para reactivar un ciclo de acumulación de capital. Es un extractivismo que congela la descomposición sin revertirla.

Segundo: La emigración como “solución” al interregno. El estado de naturaleza hobbesiano implica conflicto violento generalizado dentro del territorio. Pero Venezuela exportó el conflicto: los 8+ millones que hubieran protestado, resistido, construido alternativas políticas se fueron. Los que permanecen están desmovilizados y atomizados, concentrados en la supervivencia individual. Los núcleos con capacidad colectiva se adelgazaron a medida que la crisis se profundizó. El resultado es un interregno congelado: parece “paz” (no hay guerra civil activa) pero es “paz de cementerios” (sin política, sin construcción social).

Esta desmovilización, sin embargo, no equivale a un colapso cultural hacia la violencia difusa tipo Haití. El pueblo venezolano ha mostrado consistentemente —incluso bajo represión extrema— su voluntad de dirimir los conflictos por vías electorales. Las elecciones del 28 de julio de 2024, cuando millones acudieron masivamente a votar pese al fraude anticipado y la represión posterior, evidencian una cultura política que sigue privilegiando lo institucional sobre la confrontación armada. Esa tradición republicana, aunque aplastada, no está extinta.

Tercero: el sostén externo. Varios actores internacionales invierten lo mínimo indispensable para mantener en pie la extracción petrolera que garantiza el repago de sus deudas, además de otros sectores extractivos como el oro (Turquía) o el coltán. Es un respirador artificial para un Estado clínicamente muerto: no lo revive, pero tampoco lo deja morir. Es la versión contemporánea de lo que Gramsci llamó el “centinela extranjero”: potencias externas que prefieren un Estado zombi estable antes que un caos impredecible.

En suma, lo que existe hoy en Venezuela es un régimen paradojal: Behemoth en función, Leviatán en forma. Una máquina que sobrevive administrando ruinas y miedo: gobierna en clave patrimonial y de mínima capacidad, suficiente para impedir la fragmentación total. La pregunta inevitable es si este equilibrio extraño puede romperse y derivar en un colapso tipo Haití.

Por qué la analogía con Haití es imprecisa

A menudo se afirma que una intervención estadounidense convertiría a Venezuela en “otro Haití”: un Behemoth descompuesto sin retorno. Una nota reciente de Julie Turkewitz en el NYT vuelve sobre esa teoría. Pero la analogía es superficial.

Haití post-2004 es un Estado colapsado: bandas criminales controlan territorios, no existe monopolio efectivo de la violencia y la llamada “comunidad internacional” apenas sostiene una ficción de gobierno mediante ocupaciones militares intermitentes y ONG dispersas.

La diferencia material es determinante. Haití nunca tuvo el petróleo venezolano, un recurso estratégico que genera incentivos externos para preservar alguna forma de Estado extractivo. Venezuela sí lo tiene. Incluso tras una intervención hipotética, ese petróleo obligaría a reconstruir al menos un Estado mínimo funcional que garantice la extracción. Por eso, el destino de Venezuela se asemejaría más al de Irak post-2003: caos inicial, guerra civil, pero también reconstrucción progresiva de un aparato estatal bajo tutela internacional, porque los recursos estratégicos no permitieron que la anarquía fuera permanente.

En realidad, lo que Venezuela ya es describe mejor su condición: un interregno estabilizado. No avanza hacia el colapso total tipo Haití porque ya se encuentra en una forma de descomposición estable, sostenida por los mismos factores que bloquean la haitianización: petróleo, emigración como válvula de escape y el sostén geopolítico del Dragón-Oso (China-Rusia).

III. Los pilares del equilibrio post-histórico

El petróleo como sostén mínimo

Contra los pronósticos más sombríos, la producción petrolera venezolana empieza a recuperarse. Chevron, empresas chinas, Repsol, compañías indias y nigerianas participan ya de la actividad. La meta de 1,2–1,5 millones de barriles diarios para 2030 parece alcanzable. Esto cambia radicalmente el panorama: el régimen dispone de oxígeno económico suficiente para sostener el pacto patrimonialista. No habrá colapso por falta de renta.

La guardia pretoriana, no la FANB

El sostén real del régimen no es la Fuerza Armada Nacional Bolivariana como institución, sino un núcleo represivo especializado: la DGCIM, la Policía Nacional Bolivariana-FAES, el SEBIN y las milicias paramilitares. Este aparato de seguridad —unos 30 mil efectivos, según los entendidos— asegura la dominación mediante terror selectivo. Son los nuevos pretorianos: disponen de intereses directos en minería, narcotráfico, contrabando y control de puertos. Su lealtad no es ideológica ni institucional, sino patrimonial pura. Mientras fluyan las prebendas, reprimen.

La FANB tradicional, en cambio, es un cuerpo degradado, mal pagado y desmoralizado, incapaz siquiera de llenar sus plazas de personal. Pero resulta irrelevante: el modelo venezolano no requiere un ejército funcional, solo un aparato represivo eficiente.

El “Dragón-Oso” como factor estabilizador

China seguirá apoyando a Maduro mientras dure el conflicto con Taiwán. No por afinidad ideológica, sino por cálculo frío: Venezuela funciona como base antiestadounidense en el hemisferio, como mensaje a otros Estados sobre la “no-interferencia” china y como laboratorio de préstamos de infraestructura por recursos.

La deuda venezolana con China —sea de 15 o de 60 mil millones de dólares, las cifras son opacas— no será “ejecutada” al estilo Sri Lanka. A Pekín no le interesa recuperar el dinero, sino mantener influencia geopolítica. En África, China ha mostrado que puede sostener regímenes fallidos durante décadas —Angola, Sudán, Zimbabue— si le son útiles estratégicamente.

La emigración como válvula: equilibrio dinámico

Más de ocho millones de venezolanos han emigrado (datos 2024–2025). En 2024 enviaron unos 3.800 millones de dólares en remesas, apenas 3,7% del PIB, pero vitales para la supervivencia de los sectores más vulnerables. Sin embargo, la función política de la migración es aún más decisiva: exporta la disidencia. Quienes se quedan son los que no pueden irse (niños, ancianos, enfermos, pobres extremos) o los que se benefician del régimen.

El espacio receptor muestra signos de saturación —EE.UU. endurece deportaciones, Ecuador y Perú restringen entradas, Colombia absorbe 2,9 millones con tensiones crecientes—, pero la migración venezolana ha probado ser adaptativa y resiliente: cambia de rutas, inventa destinos, se apoya en redes familiares. La región puede dificultar, pero no cerrar la válvula mientras persista el diferencial económico y la ausencia de futuro en Venezuela.

Este patrón fluido se convierte, paradójicamente, en factor de estabilización: mantiene la presión interna en niveles manejables. Solo un shock extremo —un cierre fronterizo hemisférico coordinado, improbable en la coyuntura actual— transformaría la válvula en bomba de presión. En ausencia de ese shock, la emigración seguirá por décadas, vaciando el país lentamente pero sin provocar estallido inmediato.

IV. ¿Por qué la teoría falla?

La paradoja venezolana desafía tres supuestos de la teoría política clásica:

Supuesto 1: “Ningún régimen se contenta con motivos puramente materiales” (Weber). En Venezuela, sí. El madurismo renunció explícitamente a la legitimidad. Las elecciones del 28 de julio de 2024 enviaron un mensaje brutal: “No necesitamos su creencia, solo su silencio.” El fraude no se oculta, se exhibe.

Supuesto 2: “La dominación sin hegemonía colapsa por crisis de autoridad” (Gramsci). No en un país con válvula de escape. La emigración masiva trasladó la crisis de autoridad hacia afuera: los que hubieran protestado están en Colombia, Perú, Chile. Los que permanecen dentro están atomizados, aunque las urnas demostraron que todavía responden cuando se les convoca a expresar su voluntad electoral.

Supuesto 3: “Los Estados fallidos colapsan o se fragmentan” (literatura sobre fragilidad estatal). Falso si hay recurso extractivo centralizado. El petróleo venezolano requiere infraestructura compleja que impide fragmentación territorial total. Partes de Amazonas pueden estar bajo control del ELN, la frontera bajo disidencias FARC, pero la costa petrolera permanece bajo dominio del núcleo pretoriano. Es fragmentación light, no somalización.

V. El factor Trump: la ventana que se cierra

La fuerza militar desplegada en el Caribe bajo la excusa de combatir el narcotráfico —pero con evidente finalidad política— resume el performance trumpista: amenaza visible sin plan de invasión. No es fuerza de invasión, sino teatro de presión. El objetivo, según ha reiterado Rubio, es presionar para elecciones supervisadas o forzar alguna salida negociada a la deslegitimación absoluta del régimen. A finales de septiembre, no hay resultados. Cada día sin efecto es una victoria para Maduro. Maduro ha rechazado toda presión, mantiene diálogo con enviados estadounidenses pero excluye explícitamente su salida de cualquier negociación. Washington desplegó fuerza naval, atacó embarcaciones en aguas internacionales, aumentó recompensas por captura de Maduro, pero no ha autorizado operaciones dentro de territorio venezolano. El bluff fue llamado, y la ventana se cierra.

El tiempo juega en contra de Washington. La política estadounidense dicta que el primer año de mandato es la única ventana para arriesgar: capital político alto, elecciones de medio término lejanas. Reagan lo entendió en 1981: financió a la Contra apenas llegó; el Irán-Contra estalló años después, cuando la ventana ya estaba cerrada. Trump y Rubio tienen hasta diciembre de 2025 para mostrar un resultado —capitulación, negociación o demostración de fuerza. Después, midterms y reelección cierran la puerta a cualquier aventura.

¿Por qué no ha funcionado la presión? Cinco razones:

  • La élite madurista está co-responsabilizada. No es solo que Maduro no negocie. Es que toda la cúpula y sus estructuras económicas saben que están atados al mismo destino. Todos están solicitados por la Justicia gringas o la Corte Penal Internacional por diversos delitos de lesa humanidad, todos se benefician del saqueo patrimonialista. Salir del poder significa cárcel, extradición, confiscación. No hay “retiro dorado” ni garantías creíbles de inmunidad. La cohesión de la élite no es lealtad a Maduro, es autopreservación colectiva. Aceptar elecciones limpias sería aceptar la extinción de toda la estructura de poder.
  • Respaldo externo suficiente: China, Rusia, Turquía, Irán, Colombia y hasta un sector petrolero gringo sostienen lo mínimo para resistir.
  • Costo prohibitivo: la base trumpista es aislacionista, escarmentada de Irak y Afganistán.
  • Falta plan B: la oposición que encarna Machado tiene legitimidad electoral y ha preparado un plan de transición de 100 días coordinado con Washington. Pero tener un plan no equivale a tener poder: gobernar Venezuela post-Maduro requiere cooptar sectores del chavismo, negociar con militares leales al régimen y evitar el colapso estatal. La visión excluyente de Machado —alineada con experimentos fallidos como el de Milei— genera fuertes dudas sobre su capacidad de construir las coaliciones amplias que una transición exitosa requiere. Sin músculo militar externo para forzar el cambio, el plan es inviable.
  • Maduro aprendió la lección: Saddam y Gaddafi cayeron por confrontación abierta. Maduro evita provocaciones, administra su perfil y gana tiempo.

El despliegue naval, en términos tácticos, hasta ahora luce como fracaso: la amenaza no ha movido a Maduro. Pero en términos estratégicos sí cumplió un propósito distinto: bajo la nueva Estrategia de Defensa Nacional que impulsa Hegseth, el Pentágono se reorienta hacia la defensa del homeland y el trazado de esferas de influencia. Venezuela encaja en esa lógica como frontera hemisférica: “China, no te disputo Taiwán si no disputas mi patio trasero.”

Aquí está la paradoja: lo que en Caracas se lee como bluff, en Washington se interpreta como señalización geopolítica. Fracaso en su objetivo inmediato (forzar negociación), pero éxito en el objetivo estructural (marcar el perímetro). Ninguno de los dos resuelve el dilema central: Estados Unidos puede derrocar, pero no puede reconstruir. Y lo sabe.

Por eso, más allá del ruido del despliegue naval, el futuro venezolano se decide en la inercia de sus factores internos. No en las maniobras de Washington, sino en cómo se consolidan —o se quiebran— los pilares del interregno estabilizado. De ahí surgen los dos futuros posibles.

VI. Los dos futuros posibles

El desenlace venezolano no se definirá en los barcos del Caribe, sino en la capacidad —o incapacidad— del sistema interno para sostenerse. Lo externo acelera o frena, pero no determina. La aritmética es clara: los factores materiales que estabilizan al madurismo —petróleo, emigración, y sobre todo la co-responsabilidad de la élite— pesan más que cualquier presión internacional.

De ahí que el horizonte 2025-2040 se reduzca a dos salidas estructurales. Todo lo demás —diálogos, sanciones, aperturas parciales, gestos diplomáticos— son variaciones tácticas.

Escenario 1: Continuidad del interregno estabilizado (87%)

Venezuela se consolida como Estado fallido funcional:

  • Caracas y la costa norte bajo control de la costra madurista y su guardia pretoriana.
  • Periferia (Amazonas, Apure, Paria, norte de Paraguaná) bajo poder de grupos irregulares vinculados a economías ilícitas.
  • Guayana Esequiba en proceso de consolidación a favor de Guyana-Exxon.
  • Economía dual: élite dolarizada de renta petrolera/minera/narco, masa sobreviviente con remesas y economía informal.

Proyecciones demográficas (2030): población residente de 24–26 millones (desde ~28,5M en 2025), con una diáspora que podría superar 9–11 millones en 2035 si persisten flujos netos negativos, aunque más lentos que en el pico 2018–2022. El país no se vacía de golpe, sino que se erosiona gradualmente: envejecimiento acelerado, concentración costera, vaciamiento interior, dependencia de remesas. Regresión civilizatoria estable: electricidad en colapso crónico, salud privatizada de facto, educación devastada. No es paréntesis: es equilibrio que se cronifica.

Duración estimada: 20-30 años, potencialmente 40-50. Precedentes: Corea del Norte (75+), Cuba (65+), Líbano (35 años, 1990-2025).

Variantes:

A) Continuidad lineal (65%): Maduro gobierna hasta su muerte natural (2035-2040). Sucesor asegura continuidad patrimonialista. La transición es ordenada porque todos tienen incentivos para preservar el sistema que los protege.

B) Golpe interno preventivo (22%): Entre 2028–2035, una facción militar desplaza a Maduro en un “golpe suave” no por conflicto ideológico, sino por cálculo de supervivencia colectiva: la élite determina que Maduro se ha vuelto un pasivo (demasiada visibilidad internacional, demasiado odio concentrado en su figura) y que un recambio cosmético mejora las probabilidades de supervivencia del sistema.

Precedente: Zimbabwe 2017 (remoción de Mugabe por militares para preservar el sistema, no para cambiarlo). Pero la comparación es imperfecta: Mugabe era anciano y desgastado; Maduro es operador útil. Solo una crisis de salud o cálculo de que un rostro nuevo facilita la normalización en beneficio de los cálculos políticos y económicos explicaría el recambio.

Resultado: Apertura controlada, normalización parcial con EEUU/región, amnistía mutua tácita, patrimonialismo intacto. Nuevo operador mantiene estructura de poder mientras negocia levantamiento gradual de sanciones.

Por qué 22%: La co-responsabilidad no solo cohesiona, también genera incentivo para recambios cosméticos si la élite calcula que Maduro se convierte en un pasivo insostenible. Un “golpe reformista” que preserve garantías mutuas es más probable que una negociación con la oposición (que no puede ofrecer garantías creíbles).

Escenario 2: Cambio de régimen forzado (13%)

Requiere shock externo o interno suficiente para desintegrar el pacto de autopreservación colectiva. Dado que la élite está co-responsabilizada, no hay salida negociada posible. Solo vías violentas o caóticas.

Variantes:

A) Intervención militar externa (8%)

Solo concebible octubre-diciembre 2025, antes de que cierre la ventana política de Trump. Tres modalidades:

A1) Operación limitada convencional (5%): Ataques selectivos a infraestructura represiva, presión sobre cúpula militar para inducir fracturas. Pero la co-responsabilidad de la élite hace esto más difícil de lo anticipado: no hay “militares reformistas” esperando señal de Washington. Todos están implicados. Probabilidad de producir transición real: <3%.

A2) Declaración de “misión cumplida” (2%): Trump declara victoria (“en el Caribe no se mueve una embarcación”), retira fuerzas sin haber cambiado nada en Venezuela. Políticamente rentable: muestra fuerza, evita costos de ocupación, permite concentrarse en otros frentes. Estructura madurista se fortalece por haber resistido la presión.

A3) Asesinato selectivo tipo Suleimani (1%): Eliminación con drones/fuerzas especiales de figura clave del cogobierno bajo justificación de indictments por narcotráfico.

Riesgo crítico: la respuesta más probable es escalada confrontacional, no capitulación. La élite sobreviviente calcularía que si EEUU ya decidió eliminarlos uno por uno, no tienen nada que perder. Represalias inmediatas: captura/ejecución de líderes opositores (Machado), detención de personal estadounidense (Chevron) como rehenes, nacionalización forzada de activos nacionales y extranjeros, posible activación de células en la región (ELN, disidencias FARC).

Objetivo: infligir costos máximos (crisis de rehenes + crisis energética + desestabilización regional) para forzar negociación bajo presión, no para rendirse.

Triple costo para EEUU: (1) Militar: escalada violenta de la élite madurista. (2) Político doméstico: aunque se justifique como “operación antinarcóticos,” sería interpretado como asesinato político extrajudicial. Suleimani era comandante militar de potencia hostil que atacaba tropas estadounidenses; Diosdado es narco-kleptócrata pero no ha matado soldados americanos. Diferencia cualitativa genera vulnerabilidad legal y crisis interna. (3) Diplomático regional: Lula, Petro, el “progresismo” latinoamericano se verían forzados a condenar públicamente al “imperialismo,” generando crisis hemisférica. Incluso gobiernos de derecha tendrían dificultad para respaldar abiertamente un asesinato selectivo.

Por qué solo 1%: EEUU sabe que esta táctica probablemente genera escalada múltiple con costos inaceptables que superan beneficio táctico. Por eso Trump no lo ha ejecutado a pesar de tener justificación legal (indictments vigentes desde 2020) y capacidad operativa comprobada.

Probabilidad total de intervención externa: 8%. Una vez cerrada ventana diciembre 2025: <1%.

B) Ruptura interna por desintegración (3%)

La co-responsabilidad cohesiona porque lo que está en juego es la vida misma. Toda la cúpula sabe que salir del poder significa cárcel, extradición o peor. No pueden negociar con la oposición (sin garantías creíbles de inmunidad), no pueden retirarse (sin protección legal), no pueden fragmentarse ordenadamente. El único escenario de ruptura interna es desintegración catastrófica que destruya el pacto antes de que puedan reaccionar.

Catalizador único:

Muerte súbita de Maduro sin sucesión clara: La disputa no será militar sino política entre los miembros del cogobierno. Sin mecanismo institucional para dirimir, cada facción intentará consolidar control usando sus redes patrimoniales (control de puertos, rutas de narcotráfico, acceso a renta petrolera).

La FANB, atomizada en REDI/ZODI, no entrará en guerra civil porque ningún comandante tiene incentivos para alzarse: todos están co-responsabilizados. Pero la estructura militar fragmentada limita la capacidad de cualquier facción civil para imponerse rápidamente. Resultado: período de inestabilidad (tiempo incierto) con posibles purgas, violencia selectiva entre operadores, competencia por lealtades dentro del aparato represivo, hasta que una configuración re-estabiliza control.

Por qué solo 3%: Maduro tiene 63 años, probabilidad de muerte súbita es baja. Y aun si ocurriera, la élite tiene fuertes incentivos para re-estabilizar rápidamente porque la alternativa (caos prolongado, intervención externa, pérdida de control petrolero) significa extinción colectiva. La desintegración solo persiste si ninguna facción logra consolidar poder durante el período crítico.

Incluso en este escenario, el resultado más probable no es “transición democrática” sino reconfiguración patrimonialista bajo nuevo liderazgo. Precedente: transiciones entre dictadores en regímenes africanos donde la élite co-responsabilizada preserva la estructura mientras cambia el operador.

C) Shock externo impredecible (2%)

Guerra regional, colapso climático, obsolescencia del petróleo. Imposible de modelar.

Sobre la incertidumbre: póker, no ajedrez

Estas proyecciones no son deterministas. Venezuela no es ajedrez —información completa, cálculo racional, posiciones objetivas— sino póker: información incompleta, psicología de jugadores, timing, azar.

Un infarto de Maduro, una crisis fatal interna de la costra, una purga mal ejecutada pueden cambiar el tablero súbitamente. Pero la co-responsabilidad de la élite reduce dramáticamente el margen de maniobra: no pueden negociar salida porque todos están implicados, no pueden fragmentarse porque REDI/ZODI se bloquean mutuamente, no pueden retirarse porque no hay garantías de inmunidad.

Por eso el sistema es más estable de lo que aparenta (87% continuidad), pero no inmune a shocks catastróficos (13% cambio por vías violentas o caóticas, no negociadas).

El despliegue naval en el Caribe fue siempre teatro performativo para incidir en la mesa de negociación. Hacer la amenaza “más creíble” requeriría acción directa de contundencia —un asesinato selectivo tipo Suleimani— pero Trump no parece dispuesto a abrir esa caja de Pandora dados los costos múltiples (escalada militar, crisis política doméstica, aislamiento regional). Maduro llamó el bluff y esperó. Trump está ahora atrapado entre retirarse sin resultados o escalar con costos inaceptables. La ventana se cierra. Y con ella, la probabilidad de continuidad del interregno se consolida en 87%.

Distribución final de probabilidades:

  • Escenario 1 (Continuidad): 87%

    • 1A (Continuidad lineal): 65%
    • 1B (Golpe interno preventivo): 22%
  • Escenario 2 (Cambio forzado): 13%

    • 2A (Intervención externa): 8%
    • 2B (Ruptura por desintegración): 3%
    • 2C (Shock impredecible): 2%

Estas probabilidades no son estadísticas duras, sino heurísticas analíticas: condensan la ponderación cualitativa de los factores estructurales examinados, reconociendo que el futuro político se juega en el terreno de la incertidumbre radical, no de la mecánica determinista.

VII. Epílogo: Gobernar sin futuro

Venezuela no espera colapsar: ya colapsó. Pero incluso en ruinas, el sistema gobierna. No construye ni proyecta, pero administra lo suficiente para sostenerse: petróleo para pagar la nómina pretoriana, diáspora para aliviar la presión, respaldo externo para que la máquina no se apague.

La clave de su estabilidad es la co-responsabilidad de la élite. No es un régimen personalista donde remover a Maduro cambia todo. Es una mafia funcional donde todos están atados al mismo destino: indictments, represión, narcotráfico, saqueo. Salir del poder significa extinción colectiva. Por eso la cohesión ha sido férrea. No es lealtad, es autopreservación.

Este equilibrio puede persistir 20-35 años hasta que factores demográficos (erosión poblacional irreversible), ambientales (obsolescencia del petróleo por transición energética), o geopolíticos (cambio de prioridades chinas post-Taiwán) lo quiebren definitivamente. Pero la probabilidad dominante (87%) es que este no sea un “interregno” transitorio sino una condición permanente: el Behemoth estable como nueva forma de organización política post-estatal.

Quedan márgenes estrechos de ruptura (13%), pero no vendrán por negociación ni por fracturas internas explotables desde afuera. Solo por shocks catastróficos: muerte súbita de Maduro sin sucesión clara, intervención externa limitada (cada vez menos probable conforme cierra la ventana de Trump), o eventos impredecibles que desintegren el pacto de supervivencia colectiva.

Para 2040, Venezuela se consolidará como sistema dual: 24-25 millones dentro del territorio fragmentado, 11-13 millones en el exterior. Mantendrá su ficción de integridad territorial y representación en la ONU, mientras la élite patrimonialista controla la renta extractiva y la masa sobrevive con remesas y economía informal.

Esta es la verdadera “transición venezolana”: no un régimen en crisis transitoria sino un nuevo tipo de formación política post-estatal —extractivismo sin nación, dominación sin hegemonía, presente sin futuro—. Y la lección para América Latina es inquietante: un Estado rentista puede colapsar como proyecto moderno y aun así persistir décadas como estructura extractiva patrimonializada, sostenido no por legitimidad ni por hegemonía, sino por co-responsabilidad criminal de una élite que solo puede sobrevivir dentro del poder.

Venezuela demuestra que el interregno estabilizado no es imposibilidad teórica sino realidad histórica: un zombie funcional que persiste porque colapsar completamente requiere más energía de la que el sistema posee.

Carta abierta a los presidentes reunidos en la cumbre “Democracia siempre”

Presidente Gabriel Boric, Presidente Gustavo Petro, Presidente Luiz Inácio Lula da Silva, Presidente Pedro Sánchez, Presidente Yamandú Orsi:

Desde el exilio, como ciudadano venezolano y exministro del gobierno del presidente Hugo Chávez, me dirijo a ustedes, líderes progresistas reunidos en Santiago de Chile, con respeto, preocupación y sentido de urgencia.

Cada uno de ustedes encarna, en sus respectivos países, la esperanza de una política que supere la exclusión, la injusticia y la violencia que por décadas asolaron a nuestras sociedades. Les escribo como alguien que también creyó —y paga el precio por ello— que la democracia es el único camino legítimo para transformar el mundo.

Celebro que se reúnan en Santiago a debatir cómo protegerla. Que lo hagan en La Moneda, a medio siglo del golpe de Estado que derrocó y asesinó al presidente Salvador Allende y enterró la democracia chilena, no es un dato menor: es un gesto cargado de memoria. Que convoquen a intelectuales, movimientos sociales y organizaciones de la sociedad civil también lo es. Esa agenda, que comparto plenamente, exige también una mirada honesta hacia todas las amenazas que enfrenta la democracia, sin excepciones.

En el editorial que proclama los principios que inspiran esta cumbre, firmado por ustedes cinco, se menciona la “erosión de las instituciones”, el “avance de los discursos autoritarios” y el “retroceso en derechos fundamentales”. Se denuncia la amenaza de la ultraderecha global, con razón. Pero se evita nombrar al régimen que hoy encarna, con mayor cinismo, la cancelación de la democracia bajo ropaje democrático: la dictadura de Venezuela.

Sé de lo que hablo. Formé parte, durante más de una década, del proceso que en sus inicios prometió devolver la dignidad a los humildes y democratizar el poder. Una promesa traicionada con la muerte del presidente Chávez.

Lo que hoy domina en Venezuela no es un gobierno de izquierda: es un poder autoritario que utiliza el lenguaje del progresismo como disfraz, mientras desconoce la soberanía popular, viola la Constitución de la República y encarcela, persigue, censura y asesina.

El problema no es solo ideológico. Más allá de si un régimen se identifica con la derecha o la izquierda, el verdadero enemigo de la democracia es el autoritarismo, venga de donde venga. Bukele no es más aceptable que Maduro. Trump no es más peligroso que Ortega. La cancelación de las libertades no tiene bandera.

Cuando se persigue a un opositor, se encarcela a un sindicalista, se desaparece a un dirigente o se falsea una elección, el proyecto deja de ser democrático, aunque conserve un léxico “revolucionario”.

Mientras ustedes se reúnen en Santiago, la represión arrecia en Venezuela. Rodrigo Cabezas, exministro de Finanzas de Chávez, exparlamentario y líder del movimiento regional “Zulia Humana”, lleva casi 40 días desaparecido. Enrique Márquez, excandidato presidencial y exmiembro del Poder Electoral, fue encarcelado tras la ola represiva que siguió al fraude electoral del pasado 28 de julio.

Casi mil presos políticos siguen tras las rejas, entre ellos cuatro menores de edad. La prensa ha sido asfixiada. Decenas de comunicadores están desaparecidos o encarcelados. Las ONG han sido criminalizadas. Las elecciones convertidas en farsa.

Todo esto sucede hoy. No en el pasado. No en abstracto. Hoy.

Tan solo este fin de semana, organizaciones de derechos humanos denunciaron al menos 14 nuevas detenciones con desaparición forzada, entre ellas la del dirigente estudiantil Simón Bolívar Obregón.

Venezuela no es solo un drama interno. Es un factor de desestabilización para toda la región. Colombia enfrenta presiones sociales y desafíos de seguridad vinculados al éxodo venezolano. En Colombia no habrá “Paz Total” mientras en Venezuela no haya democracia real. Brasil, Chile, España también reciben cientos de miles de migrantes. No se puede hablar de integración regional sin asumir esta realidad. La herida venezolana los toca a todos.

Presidente Boric: en su país aún se buscan los cuerpos de los desaparecidos. Presidente Petro: usted sabe lo que es el exilio, el estigma y la violencia de Estado. Presidente Lula: conoce el peso de una celda política y ha sido víctima del lawfare. Presidente Sánchez: heredó un país que aún lidia con las fosas del franquismo. Presidente Orsi: representa a una sociedad que defendió la libertad frente al silencio.

Ustedes saben lo que significa una dictadura. Lo han vivido o lo han combatido. Callar ante lo que ocurre en Venezuela no es prudencia ni acepta cálculos políticos: es traición a esa memoria.

“Democracia siempre” no puede ser solo una consigna útil para enfrentar a los adversarios ideológicos. Se debe defender con coherencia y sin doble moral, o pierde todo su sentido. No se trata de intervenir. Se trata de no validar el simulacro. De no legitimar al verdugo.

Escribo porque aún creo que la palabra pública tiene un valor. Y cuando se ejerce desde posiciones de poder, el silencio también habla.

Porque si ustedes representan lo mejor de nuestras democracias, su silencio será leído como permiso. Y eso los pueblos no lo olvidan.

Con respeto,

Andrés Izarra
Exministro del gobierno de Hugo Chávez
Venezolano en el exilio

Un canje entre mafiosos, no un acto de justicia

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Ayer finalmente se concretó un canje internacional que, luego de meses cocinándose, liberó a 10 ciudadanos estadounidenses secuestrados por el gobierno de Nicolás Maduro, a cambio de más de 250 migrantes venezolanos que se encontraban detenidos en el CECOT —el campo de concentración de Bukele en El Salvador.

Un artículo publicado en Reason por Ilya Somin ofrece una crítica contundente desde el derecho estadounidense: el uso por parte de Donald Trump del Alien Enemies Act (AEA) de 1798 para deportar sumariamente a estos migrantes fue una aberración jurídica, una extralimitación autoritaria sin precedentes modernos.

Pero aunque la crítica legal es incuestionable, se queda corta si no se toma en cuenta la lógica política detrás de este sórdido canje —una operación de propaganda diseñada para beneficiar a tres regímenes autoritarios, en lo que puede describirse más como una transacción entre padrinos de la mafia que como un acuerdo entre gobiernos democráticos.

1. Maduro: reafirmar el poder, desplazar el relato

El momento del canje no es casual. Venezuela se aproxima al primer aniversario del fraude electoral de 2024. La oposición que encabezan María Corina Machado y Edmundo González—ganadores de la elección presidencial—buscaba hacer de la fecha un hito simbólico de denuncia: “Un año del robo electoral”.

Pero el régimen se adelanta y coloca en el centro del debate otro gesto: “Maduro liberó a los venezolanos.” Una frase que disputa el marco narrativo y busca redirigir la atención pública hacia un supuesto acto de soberanía y preocupación por el destino de los venezolanos migrantes.

Pero el mensaje de fondo es más brutal: “Yo tengo el poder real. Yo decido quién entra, quién sale, quién vive, quién muere.”: la afirmación de autoridad total, el reconocimiento tácito del régimen dictatorial que domina Venezuela, en el momento en que la oposición intentaba re-encender la indignación.

Dos indignaciones compiten. Una intenta eclipsar a la otra. La memoria del fraude y la represión queda desplazada por la puesta en escena de un gesto “humanitario”.

2. Trump: reforzar el ala negociadora

Para Donald Trump, la operación permite fortalecer la línea interna que promueve un enfoque pragmático (y cínico) hacia Maduro. El ala Grenell —representada por exfuncionarios como Ric Grenell y otros asesores con intereses petroleros— gana argumentos: “No hay que confrontar a Maduro, se le puede negociar.”

Tras el ataque selectivo de EE. UU/Israel. contra la cúpula iraní, muchos dentro del régimen venezolano entraron en pánico. Se reforzaron medidas de seguridad. El miedo es real. La negociación busca enviar un mensaje tranquilizador: Podemos hacer negocios. “Mas vale un mal acuerdo que un buen pleito.”

3. Bukele: tapar la crítica

Para Nayib Bukele, el canje es oro propagandístico. Mantiene la ilusión de un país sin crimen, mientras se deshace de centenares de migrantes acusados falsamente de pertenecer a la banda Tren de Aragua. No importa que el 90 % de ellos no tuviera antecedentes penales. No importa que fueran inocentes. Lo importante es sostener el mito del “milagro salvadoreño”.

Y al mismo tiempo, elude preguntas incómodas: sobre las violaciones sistemáticas de derechos humanos, sobre el exilio forzado de los periodistas de El Faro, sobre el encarcelamiento de activistas, sobre el cierre de Cristosal —la mayor ONG de DD. HH. del país—, y sobre la demolición acelerada del Estado de derecho.

De nuevo, Bukele, como Maduro, como Trump, recurre al viejo truco: echar tierra en los ojos a través de la propaganda.

4. Una escena digna de una novela negra

El artículo en Reason deja claro que el uso del AEA fue legalmente escandaloso. Pero la operación completa, vista en su conjunto, lo es aún más. No se trata solo de una aberración jurídica, sino de un pacto entre mafias fascistas, marcado por el oportunismo, el cinismo y la manipulación simbólica.

A ninguno de los tres gobiernos involucrados le importan los derechos humanos, el derecho internacional ni los principios democráticos. Y mucho menos la vida de los migrantes venezolanos pobres, tratados como piezas descartables: primero acusados falsamente, luego encerrados, y finalmente canjeados como mercancía.

No fue un acto de justicia. No fue un gesto humanitario. Fue un “deal” del que se beneficiaron tres gobiernos con similar pelaje, aunque distinto rayado.

Bien por las familias que hoy tienen de vuelta a sus hijos. Nadie puede ni debe negarles ese alivio, esa alegría privada, ese reencuentro.

Pero no por eso debemos aceptar —mucho menos normalizar— la lógica que lo hizo posible.

Porque este tipo de canjes no son acuerdos diplomáticos. Son transacciones de poder donde personas son instrumentalizadas, reducidas a fichas en el tablero de intereses políticos. Y eso viola los principios fundamentales de la justicia sobre los que se sostiene cualquier sociedad civilizada.

Aceptar que los derechos humanos pueden ser suspendidos, canjeados o negociados según convenga al poder del momento, no es realismo político, no es realpolitik. Es una regresión moral.

Es renunciar a siglos de avances en la protección de la dignidad humana, solo para acomodarnos al cinismo del presente.

Por eso, aunque podamos celebrar el alivio individual, debemos denunciar con fuerza el daño colectivo: cuando la justicia se somete al cálculo, pierde su sentido. Y con ella, perdemos todos.

29 de mayo de 2025

Las contorsiones de Cabello

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Ayer, Diosdado Cabello se plantó en el ring central del circo del poder para escenificar su nuevo giro represivo. Con una escenografía cuidadosamente montada, llena de organigramas, fotos y, sobre todo, una “agenda” escrita a mano que, según él, contenía los planes terroristas de Juan Pablo Guanipa, intentó vender la idea de un opositor clandestino que escribe los detalles de sus planes criminales y un teléfono del que brotan acusaciones como conejos de un sombrero de mago.

La escena recordó al espectáculo que hace años montó el uribismo con los famosos “computadores de Raúl Reyes”. Tras la incursión militar en territorio ecuatoriano que mató al líder de las FARC, esos dispositivos “revelaron” pruebas imposibles, como la supuesta construcción de una bomba sucia con uranio empobrecido. Años después, la justicia colombiana desmontó la farsa al declarar sin lugar esas “pruebas”.

Aquí la escenografía sigue el mismo libreto: un teléfono incautado del que brotan conspiraciones, redes internacionales y hasta supuestos vínculos con el narcotráfico. Desde la cuenta en X de Guanipa desmontaron la olla al mostrar su caligrafía real, un dato por demás fácil de verificar.

El cruel numerito de Cabello se retorció en caricatura, con acusaciones desbordadas a las ONG Provea y Foro Penal, pilares en el esfuerzo de documentar los crímenes de lesa humanidad perpetrados por el madurismo y reductos de protección para los ciudadanos. Las acusó de ser parte de redes criminales y de conspiración internacional, en una narrativa que no busca convencer a nadie, sino intimidar a quienes documentan y denuncian las violaciones de derechos humanos.

Puede que se le vean las costuras al show, pero sus consecuencias son muy reales y muy violentas para los señalados: desapariciones, torturas, familiares en vilo, vidas quebradas.

Hannah Arendt ya habló de esto: los regímenes autoritarios se sostienen tanto en el terror como en el relato. Lo de ayer fue exactamente eso: un refrescamiento de la puesta en escena para extender el miedo y la violencia en su circo de poder.

Por eso Provea reaccionó rápido, rechazó las acusaciones y denunció lo que ya es un patrón: detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, amenazas constantes. Un patrón represivo con el que el poder intenta blindarse después del fraude del 28J.

Todo juicio donde el sistema se siente amenazado es solo un show. No busca justicia, busca poder.)

… lo escuché al final de la tarde en un podcast sobre el juicio a Juana de Arco, que recuerda la invariable dependencia de los autoritarismos, de ayer y hoy, a la “justicia” como espectáculo como pilar del poder.

Sergio preguntaba en X por las consecuencias para el madurismo de las torpezas de Cabello, advirtiendo que esta escalada solo aumentará el riesgo para la cúpula. Y es que el performance de Cabello, quien entiende la política como un teniente, no solo muestra preocupación ante una oposición que, aunque golpeada, sigue presente y en pie de lucha. También revela una fractura interna que será difícil de disimular.

En cualquier sistema que depende del miedo, de las purgas y del espectáculo para sostenerse, el precio a pagar es siempre la estabilidad interna. La lealtad basada en el miedo es inestable. Lo de Tareck El Aissami, que parecía el clímax de las luchas internas del madurismo, puede ser solo un prólogo frente a lo que se podría desatar con la dinámica del “o conmigo o contra mí” que Cabello impone sobre toda la casta.

El riesgo para el madurismo no se limita a la condena internacional ni al rechazo, cada vez más evidente, de quienes dentro y fuera del país ya no se dejan engañar por estas puestas en escena. El riesgo verdadero es interno: cada montaje, cada acusación sin pruebas, cada espectáculo destinado a justificar la represión, erosiona la cohesión de la coalición dominante, acelera el desgaste de sus alianzas y reduce el control efectivo del poder. La desconfianza se convierte en un veneno que no solo mina la lealtad interna, sino que abre la puerta a fracturas, conspiraciones o deserciones dentro del propio círculo del poder.

Y para quienes son blanco de estas acusaciones, la única lección es clara: ponerse a buen resguardo y evitar, por todos los medios, caer en las garras de la represión.

Notas:

28 de mayo de 2025

De apretones y de 'apretones'

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Ayer, Henrique Capriles aceptó su curul en la Asamblea Nacional madurista. Lo hizo con un apretón de manos a los miembros del CNE. Un gesto cargado de simbolismo, que él comparó con aquel entre Fidel y el Papa. Pero la imagen evocaba más bien el apretón de Chamberlain con Hitler: un gesto cargado de esperanza, pero dirigido a un interlocutor que no está dispuesto a ceder nada.

Chamberlain y Hitler

Capriles no saludó a un adversario dispuesto a negociar. Saludó a un régimen que controla cada milímetro del poder. Que se atrinchera detrás de cifras que no cuadran, que oculta resultados, que reparte curules a dedo. Y Capriles, como los demás, no cuestionó. Se acomodó en su silla, incómodo, aceptando el juego.

No estaba solo. Falcón, Stalin González y otros también hicieron fila para saltar por el aro ofrecido por Maduro. Ninguno cuestionó. Ni siquiera cuando los números desafiaban toda lógica: cinco millones de votos para el PSUV, trescientos mil para Capriles y compañía, pero 17 curules adjudicados a la oposición—total, ¿qué importa la aritmética y la legalidad contra el poder?

Ese silencio recordaba a Chamberlain: el gesto de quien baja la cabeza, esperando que al ceder se abran puertas. Pero esas puertas llevan a callejones sin salida. Porque el régimen madurista no es una oligarquía que juega a la negociación, como la brasileña de los años ochenta. No es un grupo de generales con incentivos para pactar, aunque sea por pragmatismo. Es un sistema construido sobre el extractivismo, sobre economías ilegales, sobre la lógica de la supervivencia a cualquier precio. Un sistema que no abrirá el juego mientras no se vea forzado a hacerlo.

Capriles parece apostar a ser el Tancredo Neves venezolano: moverse dentro de los resquicios del poder, buscar grietas desde dentro, confiar en que el desgaste de los años abra una salida. Seguramente, como Neves, hasta será vicepresidente de la Asamblea madurista. Pero Tancredo jugaba en otro tablero. Lo hacía con un régimen que comenzaba a resquebrajarse, que reconocía la necesidad de una transición, empujado por los intereses de su burguesía y el contexto internacional. Aquí, Maduro y su coalición no muestran señales de lo mismo. Lo suyo no es preparar una salida: es ganar tiempo.

Mientras tanto, la abstención de más del 85% refleja el rechazo de un país que ya no cree ni en los rituales democráticos ni en quienes los protagonizan. Muchos se quedaron en casa. Algunos por seguir a María Corina Machado, pero muchos más porque ya no creen que el voto sirva para nada. Después del fraude presidencial, después de años de terror y represión, nadie fue capaz de explicarles cómo participar sin parecer parte del mismo circo.

Capriles, con su giro, con su nueva apuesta estratégica, necesita un relato creíble. El marco que alguna vez lo diferenció del chavismo se desdibuja. Hoy su figura se confunde con las sombras de quienes maniobran solo para sobrevivir. Y aunque hay que reconocerle el riesgo—porque siempre es valiente meterse en el foso de los leones—uno no puede evitar preguntarse cuál es el valor real de esta apuesta.

Y así seguimos atrapados en el mismo bucle: entre quienes apuestan por maniobrar y quienes prefieren “esperar”, sin saber bien a qué. Con una oposición funcional que se mueve en círculos, sin un plan claro, sin estrategia, sin narrativa. Con otra oposición radical que espera a Godot. Y con un régimen que, tras dejar al país en ruinas, se aferra al poder como un náufrago a un tronco, no porque tambalee, sino porque soltarse sería su fin.

Quizás mañana cambie algo. Quizás no. Por hoy, solo queda mirar el apretón de manos de Capriles y preguntarse si es el saludo a un futuro posible, o la despedida de lo que alguna vez fue.

27 de mayo del 2025

El día después: elecciones, polarización y el eterno retorno opositor

Ayer, 25 de mayo de 2025, el madurismo celebró su “victoria” electoral, mientras la oposición vivía otro capítulo de reclamos y reproches. Una vez más, la oposición tradicional abatida por sus amargas divisiones. Otro episodio conocido. Otro domingo electoral, otro debate agotado: participar o abstenerse, votar o rechazar la trampa. El madurismo pinta lo que quiere, mientras la oposición sigue discutiendo si el problema es el pincel o el lienzo.

No es un debate nuevo; lleva veinte años repitiéndose. En 2005, la oposición boicoteó las parlamentarias y el chavismo tomó todo. En 2015, votó masivamente, ganó la Asamblea Nacional, pero el régimen neutralizó la victoria. En 2020, volvió el boicot y volvió el resultado habitual: hegemonía madurista. El fraude del 28 de julio de 2024 empujó hacia la abstención masiva de ayer. Cada elección parece terminar en la repetición del mismo guión: cambian algunos actores, pero el telón cae igual. El madurismo aplaude y se consolida mediante la represión y el terrorismo de Estado, mientras la oposición se apuñala entre recriminaciones.

Quien ostenta el poder es el principal beneficiario de la polarización. Chávez la usó como principio estratégico siempre, y el madurismo en eso sí lo copia. Los que votaron defienden la necesidad de preservar espacios institucionales, aunque sean mínimos; ocupar gobernaciones y alcaldías para tener voz y presencia, para mostrar que aún hay resistencia. Los abstencionistas replican que votar legitima un sistema tramposo, como si el madurismo necesitara legitimidad cuando ha demostrado sobradamente que hará todo lo necesario para mantener el poder. Unos insisten en jugar al ajedrez contra un tramposo, otros prefieren voltear el tablero. Ninguno gana el juego y el madurismo se queda con el premio.

Pero esa “victoria” del régimen es falsa. El madurismo acumula poder, sí, pero no apoyo social. Acumula odios y resentimientos. Gobierna desde un abismo político, donde sus actos no generan efectos reales más allá de su propio círculo. Destruye el Estado para sobrevivir, consumiéndose lentamente en su vacío. Por eso ayer escribí que con la elección del 25M, todos pierden. Gana el hastío.

Quizás el verdadero debate no sea elegir entre el martillo o el destornillador, sino comenzar a construir juntos una casa. Someter al sistema a una presión permanente que lo obligue a adaptarse. Votar no para ganar, porque eso es imposible en dictadura, sino como forma de organización y presión. Participar en elecciones locales allí donde se pueda avanzar. Protestar en las calles. Exigir auditorías internacionales. Tejer redes comunitarias que sostengan la lucha más allá del voto. Encontrar una narrativa común que una a los que votan y a los que no: todos queremos democracia.

Como una hidra que regenera sus cabezas al ser atacada, el régimen madurista parece antifrágil, fortaleciéndose con cada intento de confrontación aislada. Pero incluso las hidras caen si el ataque es constante y coordinado, todas las formas de lucha son posibles. La resistencia debe ser organizada y multifacética, capaz de convertir cada acción en una oportunidad para erosionar al régimen y fortalecer el tejido cívico.

Venezuela está atrapada en un disco rayado. Cada elección, la misma canción. Cada derrota, las mismas culpas. Pero el cambio no vendrá de una urna ni de un boicot. Tampoco vendrá de “salvadores” externos. Llegará cuando, más allá del pincel o del lienzo, la oposición decida pintar un cuadro nuevo en conjunto, uno donde cada trazo, cada pequeña lucha, se convierta en presión constante. Solo entonces, cuando el régimen pierda su capacidad de regeneración, cuando la hidra no pueda recuperar sus cabezas, empezará el verdadero cambio.

Fuentes:

26 de mayo de 2025

Teatro entre ruinas

Image for 26 de mayo de 2025

Ayer Venezuela votó. O al menos algunos lo hicieron. El teatro del poder proclamó desde el CNE un 43% participación y elogió la “jornada cívica”. Pero las imágenes contaban otra historia.

Calles vacías, centros electorales desiertos. “Parecía un 1 de enero”, dijo un amigo desde Margarita. Sin votantes, las cámaras revelaron el deterioro de las escuelas: paredes descascaradas, techos con filtraciones, entornos en ruinas. Las aulas mostraban una realidad: un país donde el futuro —la educación— está tan derrumbado como la política. Donde las urnas se montan en ruinas para fingir democracia mientras todo se cae lentamente a pedazos.

43% de participación es un número sin carne. La realidad fue el vacío. Y no el vacío del abstencionismo como protesta organizada, sino el vacío de la resignación. La certeza de que en Venezuela votar no decide: cumple un rito que sostiene al poder. Un sistema electoral opaco impide la verificación y anula el control ciudadano. Lo de ayer no fue una elección, sino un espectáculo montado sobre ruinas.

Todos perdimos

  • Maduro mantuvo el control, pero a costa de exponer la fragilidad de su legitimidad. Cada imagen de centros electorales derrumbados recuerda su fracaso. El sistema electoral, despojado de transparencia y seguridad, asegura su dominio: ni una alta participación ni una abstención masiva lo desafían. Como señala Moisés Durán, el madurismo reconduce cualquier nivel de participación para presentarlo como respaldo, mientras el CNE, con la complicidad de la Fuerza Armada y el TSJ, ignora su deber de pulcritud y justicia. La abstención, aunque alta, se reduce a un obstáculo menor, y el fraude estructural convierte incluso un apoyo opositor en una victoria aparente para el régimen. Maduro sobrevive, pero su aislamiento crece, y su poder se sostiene sobre un vacío cada vez más evidente.
  • Rosales, que ni siquiera logró su gobernación, se convierte en una especie de Pedro Páramo de la política venezolana, un espectro viviente solo porque nadie se atrevió a cerrarle la puerta del todo.
  • Capriles, nuestro Santiago Nasar, camina hacia su destino fatal, con su escaño parlamentario a cuestas: no solo no gana poder real: pierde la poca credibilidad que le quedaba.
  • María Corina Machado se aferra al descontento, pero su apoyo mengua. La operación Guacamaya le dio un éxito simbólico, pero su apuesta insurreccional, atada a un Trump impredecible, repite el guion fallido de Guaidó. Machado espera un salvador que no llega, cual Madame Bovary, mientras la realidad la arrastra.

Lo que muchos celebran como “resistencia” es, en realidad, el eco de un país que ya no sabe cómo rebelarse. Un país hastiado. Ayer, la escuela en ruinas simbolizó a Venezuela: un telón donde el poder finge normalidad entre escombros. Este proceso electoral ocurrió bajo una represión brutal, diseñada para infundir miedo, desarticular disidencia y sofocar cualquier organización social.

Lo que viene no es muy esperanzador. Machado seguirá su apuesta incierta, mientras el gobierno refuerza su control a costa de más aislamiento, represión y miseria. La gente, atrapada entre miedo y desesperanza, seguirá bregando en medio del derrumbe o buscará huir.

Venezuela enfrenta otro ciclo de estancamiento. Lo que ayer quedó claro es que no se votó por un futuro, sino por un vacío. Un vacío de poder sin legitimidad, de liderazgos fracturados, pero que expone también una lucha contra el abandono. Ese vacío paraliza, pero también genera tensiones. No se apagan las señales de descontento que rompen la resignación..

Ariadna no murió de diabetes

Ayer, #11deMayo, el Comité para la Libertad de los Presos Políticos (@clippve) anunció la muerte de Ariadna Pinto, una joven de 20 años cuya vida fue apagada por la maquinaria del poder que rige en Venezuela. Su historia no es un caso aislado, pero su brutal desenlace nos enfrenta de nuevo al hecho de que en Venezuela, la crueldad no es un accidente del sistema; es el sistema mismo.

Ariadna fue detenida en agosto de 2024 tras protestar contra el fraude electoral del 28 de julio. Acusada de “incitación al odio” y “terrorismo” por una jefa de calle, su vida dio un giro fatal. Diagnosticada con diabetes tipo I desde los 10 años y con hipertensión arterial a los 19, su salud colapsó en el encierro: hiperglucemias extremas, retención de líquidos, convulsiones. Fue hospitalizada, pero devuelta a su celda sin tratamiento adecuado. Incluso internada, la mantuvieron esposada, un gesto que no era solo humillante, sino profundamente inhumano. Su madre, Elizabeth Pinto, asumió sola los costos médicos, sostenida por la solidaridad de amigos. El Estado ni siquiera fingió cuidarla. Excarcelada en diciembre bajo presión pública, Ariadna ya estaba al límite. El 10 de mayo, un paro respiratorio puso fin a su sufrimiento.

Ariadna no murió por su enfermedad. La mató el sistema de la crueldad: la vecina que la denunció, los carceleros que la esposaron, los jueces que ignoraron su deterioro, el hospital que la devolvió a su celda sin cuidado alguno, y un gobierno que ve en su cuerpo rendido un “ejemplo” para silenciar a otros.

Apenas una semana antes, el 5 de mayo, el país lloraba otro joven muerto: Lindomar Amaro Bustamante, quien se suicidó en la cárcel de Tocorón tras meses de torturas, aislamiento y desesperación.

Estas tragedias evocan lo que Hannah Arendt describe en Los orígenes del totalitarismo como “muertes superfluas”. En los regímenes totalitarios, las personas son reducidas a seres prescindibles, vidas que no importan, cuerpos que estorban en la lógica del poder. Ariadna y Lindomar fueron superfluos para el régimen madurista: su existencia, su dolor, su humanidad no tuvieron valor. Negarles tratamiento, dejarlos morir, es un mensaje deliberado: protestar acarrea el mas alto costo.

La crueldad se ha convertido en una herramienta de gobierno, y no necesita torturas públicas ni ejecuciones espectaculares. Le basta con esposar a una joven moribunda en una cama de hospital, con dejar sin medicamentos a un preso enfermo, con hacer desaparecer a un defensor de derechos humanos. Es una crueldad silenciosa, burocrática, que opera a sabiendas que no enfrentará consecuencias.

Primo Levi decía sobre Auschwitz: “Aquí no hay porqués”. En Venezuela, la muerte de Ariadna no tiene un “porqué” que el régimen deba justificar. Simplemente ocurre, porque el sistema está diseñado para que ocurra.

El fin de semana que marcó la muerte de Ariadna también trajo una ola de abusos que parecen respuesta al golpe simbólico de la “Operación Guacamaya”. La represión se intensificó con sabor a venganza:

  • El 8 de mayo, Magalli Meda, mano derecha de María Corina Machado, denunció que encapuchados allanaron su casa. Al día siguiente, invadieron la vivienda de su madre y robaron su vehículo.

  • El 9 de mayo, Eduardo Torres, defensor de derechos humanos protegido por la CIDH, desapareció, levantando temores de una desaparición forzada.

  • El 10 de mayo, Andreína Baduel exigió pruebas de vida de su hermano Josnars, preso incomunicado y torturado en El Rodeo I.

  • Ese mismo día, el opositor Beto Villalobos denunció un nuevo allanamiento a su vivienda en Puerto La Cruz.

Hoy, frente a esta maquinaria de crueldad, toca nombrar, documentar y resistir, para que esas muertas no sean superfluas. Como me dijo una amiga periodista: “Escribir, registrar, denunciar, alimentar la conciencia pública es más urgente que nunca”. La memoria de Ariadna, Lindomar y tantos otros no puede ser superflua. Sus historias deben ser un recordatorio de que, mientras el régimen apuesta por el olvido, nuestra tarea es no resignarnos. Solo así podremos desmantelar un sistema que ha hecho de la crueldad su forma más pura de poder.

11 de mayo: ¿PDVSA China?

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¿PDVSA es de China?

Eso denunció el #10deMayo el sindicalista petrolero Iván R. Freites en su cuenta en X. Según reveló, el gobierno de Maduro habría entregado el control operativo de PDVSA a China Concord Petroleum Co. Limited (CCPC), una empresa registrada en Hong Kong, sancionada por la OFAC, y vinculada desde hace años al contrabando estructural de crudo venezolano hacia Asia.

El traspaso, ejecutado en secreto, incluye instalaciones clave: desde los pozos de la Costa Oriental del Lago hasta el Centro de Refinación Paraguaná. Y, según Freites, vendría acompañado por el **reemplazo de miles de trabajadores venezolanos.

Este movimiento, de confirmarse, no representa cooperación energética, sino desposesión estratégica.

PDVSA, que alguna vez fue símbolo de soberanía, parece que pasará a responder a intereses cuya trazabilidad es deliberadamente opaca.

¿Quién está realmente detrás de CCPC?

La China Concord Petroleum Co. Limited (CCPC) está sancionada, opera desde Hong Kong y ha sido pieza clave para ocultar el origen del crudo venezolano en docenas de rutas hacia Asia. Su composición accionaria es un misterio.

Pero sí hay precedentes: Alex Saab, operador financiero del madurismo, levantó una estructura de empresas fachada en Hong Kong, Dubái y Turquía, diseñadas para mover oro, alimentos y petróleo lejos de cualquier sistema de control internacional.

Por eso cabe preguntarse:

¿Y si CCPC no fuera realmente china?
¿Y si fuera solo otra máscara del aparato económico del madurismo, disfrazada de inversión extranjera?
Una fachada útil para desplazar trabajadores, saquear infraestructura y consolidar el poder económico del madurismo.

No es una hipótesis descabellada. En el ecosistema madurista, la extranjerización de activos no es apertura, sino reorganización interna con papeles extranjeros. Se finge pragmatismo, pero es el mismo saqueo que ya conocemos.

Más que tablero, campo de saqueo

A primera vista, este episodio se inscribiría en la narrativa de Venezuela como tablero de la nueva Guerra Fría. Mientras Washington celebra gestos como la Operación Guacamaya —la liberación del Estado Mayor de María Corina Machado—, Beijing avanza sin cámaras ni aplausos.

Pero esa narrativa de Venezuela como tablero estratégico global se sostiene más por inercia que por hechos. El país no es el centro de una pugna entre potencias, sino una periferia del desorden global actual.

En palabras de la politóloga Eglée González Lobato:

La única ‘extracción’ que habrá en Venezuela será la del petróleo que se llevará China,

ironizando sobre la política de Machado para “liberar” a Venezuela.

Mientras la oposición apuesta al colapso y el madurismo entrega recursos a cambio de protección geopolítica, el país se licúa sin resistencia ni condiciones.

No hay disputa entre modelos de ejercer soberanía. Hay subasta cruzada.
El madurismo pone la renta sobre la mesa. La oposición la promete a futuro.

Entre ambos, el país al mejor postor.

Asfixiar para gobernar: informe HRW y el modelo de control total del madurismo

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Este 30 de abril, Human Rights Watch publicó un informe que debería romper el silencio de los cínicos. El documento no es un recuento de abusos dispersos. Es el registro sistemático de una maquinaria represiva activada después del 28 de julio de 2024, cuando millones de venezolanos barrieron al madurismo en las urnas.

El título del informe lo dice todo: “Castigados por buscar un cambio”. Este es el principio que hoy rige en Venezuela: se castiga todo lo que cuestione el orden establecido. Pero con especial énfasis, se castiga la intención de alternancia.

El voto fue una declaración de futuro. Y el futuro fue respondido con desapariciones, tortura, ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, persecución a familiares, acoso judicial. ¡Todo documentado! Con nombres, fechas, lugares. Y creo que en ello radica la solidez del informe, en la documentación de los casos que presenta.

Estos casos no son excesos individuales de las fuerzas represivas. Son procedimientos sistemáticos ejecutados en coordinación con grupos paramilitares conocidos como “colectivos”. Estas organizaciones, lejos de ser espontáneas, operan con el amparo del Estado en una simbiosis funcional: el régimen les tolera el tráfico, la extorsión y otras actividades criminales a cambio de control territorial y represión extralegal. Actúan donde las instituciones se retiran, y lo hacen con plena conciencia del poder que les ha sido delegado. El patrón se repite en distintos estados, con diferentes víctimas, pero con la misma lógica de intimidar, borrar, desmovilizar. Es la firma de un Estado mafioso, que se disfraza de legalidad para aplicar métodos fascistas.

Este nuevo ciclo no es simplemente “represión poselectoral”. Es una etapa superior: la consolidación de una arquitectura de terror. El aparato de inteligencia se perfecciona, la conexión con colectivos armados se profundiza, el sistema judicial se vuelve instrumento de venganza. Ya no hay vacío legal: hay vacío moral. El informe desmiente públicamente al fiscal Tarek William Saab en varias instancias, retratándolo como un apéndice instrumental a la maquinaria represiva del madurismo.

Este informe también dinamita una fantasía: que con presión diplomática suficiente, el madurismo podría convivir con una oposición mayoritaria. Derrumba, además, la hipótesis de que una brecha de votos amplia bastaría para empujarlo a dejar el poder. No puede. No quiere. No lo hará jamás. Como algunos hemos advertido, el madurismo solo abandonará el poder por una acción que lo obligue a hacerlo — sea cual sea su naturaleza. No es un adversario dentro del campo democrático: es un ente que ha roto todos los puentes, ha quemado todos los barcos y ha clausurado todo margen de reinserción institucional. El informe se suma a una larga lista de expedientes que lo demuestran, pero su novedad no es la crudeza — ya sabida — sino el contexto. Enmarcada en la fase poselectoral, la represión adquiere una dimensión política única: no es castigo por la rebelión, sino por la participación. Es la reacción estructural de un régimen que entendió que, si no pudo ganar, solo podía aplastar. Como en Myanmar tras las elecciones de 2020, lo que sigue al voto no es el respeto al resultado, sino la militarización del rechazo.

Pero la pregunta central que este documento plantea es más incómoda: ¿qué sentido tiene el voto en un sistema que castiga al que gana? Y más aún: ¿cuánto más necesita documentarse para que la Corte Penal Internacional actúe con la misma urgencia que ha mostrado en casos como el de Rusia o Israel? El informe no solo denuncia: exige. No solo muestra crímenes: demanda consecuencias. Llama también a otros actores internacionales — gobiernos, organismos multilaterales, redes de derechos humanos — a respaldar las investigaciones, proteger a las víctimas y ejercer una presión diplomática proporcional a la gravedad de los hechos. Pero la CPI es, por su mandato y legitimidad, el punto focal ineludible de esa exigencia.

He sostenido siempre que el voto en dictadura debe ser usado como herramienta estratégica. Creo que el voto en dictadura tiene sentido estratégico no porque garantice un cambio, sino porque abre escenarios. No es un fin, es una grieta. Una posibilidad para movilizar al conjunto social, fracturar la narrativa del poder, producir momentos donde lo impredecible entra en juego. El voto fragiliza al sistema, lo obliga a responder, lo expone. Esa ha sido siempre mi apuesta: no que se cobre la victoria automáticamente, sino que el intento mismo desestabilice la maquinaria autoritaria. Pero esto va más allá. El informe de HRW documenta que votar no solo no basta, sino que se penaliza. Que las elecciones no son el último vestigio de la democracia, sino el nuevo escenario del castigo.

El dilema está planteado con brutal claridad: o seguimos fingiendo que hay procesos, o aceptamos que estamos ante un sistema de poder que ha clausurado cualquier posibilidad pacífica de transición.

Eso no significa resignarse. Significa hablar claro. El primer paso para recuperar la democracia es dejar de prestarle el nombre a su simulacro.

Este informe de HRW no llega en el vacío. Ayer mismo, Provea publicó su informe anual sobre el estado general de los derechos humanos en Venezuela en 2024, una radiografía integral de un país devastado por el autoritarismo. No se trata solo de condiciones laborales miserables o represión en el ámbito sindical, sino de un cuadro completo de regresión cívica, institucional y social. El informe da cuenta de la continuidad del uso sistemático de la represión, de la exclusión, de la persecución política, de la criminalización de la protesta, de la emergencia humanitaria prolongada y de la impunidad como política de Estado. Lo que presenta Provea es el otro lado del mismo monstruo: el régimen no solo reprime a quienes lo enfrentan en la arena electoral, sino que castiga a quien simplemente pretende sobrevivir con dignidad.

Provea y HRW, desde trincheras distintas, han dibujado en paralelo un mismo país: uno donde el Estado ya no garantiza derechos, sino que los revierte; no protege a los ciudadanos, sino que los disciplina. Un país donde expresarse, organizarse o simplemente exigir respeto puede costar el trabajo, la libertad o la vida.

No se trata solo de represión ni de pobreza. Se trata de una estructura de poder que combina ambas: hambre y miedo, como pilares de gobernabilidad. Es el mismo sistema que antes nos sometía con carencias y ahora nos asfixia con violencia. Es ahí donde la metáfora del “Estado anaconda” cobra sentido: una estructura que envuelve al país con sus anillos — control económico, terror político, destrucción institucional — , que aprieta cuando hay movimiento y afloja solo cuando la presa ya está inmóvil. La anaconda no solo mata: transforma el cuerpo que devora hasta volverlo irreconocible. Así opera este régimen: asfixia para gobernar, devora para perpetuarse.

Ayer, como si hiciera falta una nota de sarcasmo oficial en vísperas del 1 de mayo, Maduro anunció un supuesto “aumento” salarial. Pero no tocó el salario mínimo, que sigue congelado en 1,5 dólares mensuales. Lo que aumentó fueron los bonos: de 90 a 120 dólares, más un bono alimentario de 40 dólares. Todo atado al dólar BCV. Todo sin incidencia en prestaciones, vacaciones, pensiones. Una política diseñada no para reconocer derechos, sino para institucionalizar la precariedad. Para cambiar el lenguaje sin tocar el modelo.

Este “aumento” es coherente con el tipo de capitalismo que el madurismo persigue: uno donde el trabajo no genera dignidad ni derechos, sino sumisión y subsidios. Un modelo más cercano al despotismo laboral asiático que a cualquier noción de justicia social. La dictadura ya no oculta su lógica: salarios simbólicos, bonos clientelares, represión como respuesta a la protesta laboral. El madurismo ha convertido el 1 de mayo en una ceremonia de humillación colectiva. Lo que ha construido no es un modelo económico: es un sistema de control social mediante escasez, miedo y dependencia. Lo llaman revolución, pero funciona como un Estado anaconda: se enrosca sobre el cuerpo social, lo asfixia lentamente, y solo afloja cuando la presa ya no se mueve.

Reencuadrar la resistencia

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Cómo, creo, se debe salir de la trampa discursiva en la elección de mayo

En Venezuela ya no votamos para elegir.

Votamos dentro de un régimen que transformó el sufragio en un simulacro: una puesta en escena de legalidad que encubre el despojo.

Como bien expone [Jeudiel Martínez] (https://www.caracaschronicles.com/2025/04/15/what-if-its-venezuelan-society-that-collapses-not-the-regime/?lang=es), el voto, tal como lo conocíamos, ya no existe.

Entonces, ¿por qué siquiera considerar participar en las elecciones regionales de mayo?

La verdadera pregunta no es “¿por quién votar?”, sino**: ¿para qué participar?**

I. Dos marcos estériles que dominan el debate

El debate público está atrapado entre dos polos que, aunque opuestos, terminan reforzando el mismo marco de legitimidad del régimen:

  • La abstención moralista, que parte del principio de que participar sería una traición a la dignidad del pueblo y al mandato del 28J.

  • La competencia colaboracionista, que acepta las reglas del juego amañado en nombre de “preservar espacios” o capitalizar cuotas de poder.

Ambas posturas, por razones distintas, juegan dentro de los límites definidos por el madurismo.

Y como advierte George Lakoff, quien define el marco del discurso, domina el terreno.

II. El frame abstencionista: tener razón ≠ tener poder

María Corina Machado y Edmundo González, elegidos por una mayoría que el régimen despojó, sostienen que no puede haber nueva elección sin reconocer el triunfo del 28J.

Es un argumento ético-jurídico impecable.

Pero no es una estrategia de poder.

No hay una hoja de ruta clara para “cobrar”.

No hay plan de movilización, ni articulación social, ni uso táctico del momento político.

Y mientras tanto, las condiciones empeoran:

  • Represión post-electoral que diezmó redes ciudadanas.
  • Promesas fallidas, como la expectativa creada para el 10 de enero.
  • Paralización del músculo organizativo.

El abstencionismo, así planteado, se vuelve reactivo. Moralizante.

Y deja el terreno libre para el régimen.

III. El frame colaboracionista: un contrincante a la medida

Henrique Capriles fue inhabilitado por años… hasta que súbitamente el régimen lo habilitó para estas elecciones.

No hace falta ser malpensado para sospechar.

Todo indica que lo necesitan como contrincante funcional: lo suficientemente conocido, pero sin capacidad de movilizar ni ganar.

Capriles, en lugar de convertir su habilitación en denuncia viva — “me habilitan para dividir” — , se sumó al juego electoral como candidato.

El resultado es un debate estéril entre “verdaderos opositores” y “colaboracionistas”.

Un marco que solo beneficia al poder: divide, desgasta, distrae.

IV. El nuevo framing: participar como sabotaje estratégico

No se trata de elegir entre Capriles o Machado.

Se trata de elegir otro marco de acción:

  • No votamos porque creamos en el sistema. Votamos para usar la elección como trinchera.
  • No votamos para elegir. Votamos para desgastar la dictadura.
  • No votamos por candidatos. Votamos contra el poder establecido.
  • No aceptamos la elección como fin. La usamos como medio de reorganización y presión.

Esto no es idealismo.

Es cálculo. Es lenguaje de poder.

Y más aún: mayo no es un evento aislado.

Es la antesala del referéndum constitucional que busca consolidar la hegemonía madurista por otra vía.

Si no hay organización ahora, seremos tomados divididos y sin capacidad de respuesta.

Mayo es el ensayo. El referéndum será el asalto final.

V. Conclusión: recuperar la iniciativa, cambiar el marco

Participar no es creer.

Y abstenerse, en este momento, no es resistir.

**Lo que necesitamos no es otra elección. **

Lo que necesitamos es convertir esta elección en un momento de reorganización política, exposición internacional y reconstrucción del tejido cívico.

No se trata de “votar por alguien”.

Se trata de no renunciar al espacio político.

De convertir cada evento electoral en una grieta más en el sistema.

Por eso, antes que candidatos, necesitamos una narrativa: una estrategia de confrontación simbólica y un nuevo encuadre que coloque la disputa en otro terreno, no en el del madurismo.

Votar para Resistir, Antes del Asalto Final, a pesar del Fraude

En Venezuela, la derrota de la democracia no se marca con un evento, sino por una larga cadena de traiciones.

El 28 de julio de 2024, esa cadena añadió su eslabón más doloroso: el robo descarado del voto popular, la negación flagrante de la voluntad ciudadana. Esa herida permanece abierta. No puede ni debe olvidarse.

Hoy, el poder convoca elecciones regionales para mayo de 2025 con un propósito evidente: consolidar su control territorial y allanar el camino para su próxima maniobra estratégica, un referéndum que impondría una nueva Constitución, sellando el cierre definitivo del sistema político y extinguiendo toda posibilidad de alternancia en el poder.

Sabemos que la cancha está inclinada. Sabemos que el árbitro es cómplice. Sabemos que las cartas están marcadas. Sabemos que el fraude será sistemático. Sabemos que los resultados ya están escritos.

Entonces, ¿por qué participar?

La respuesta no es ingenua, sentimental ni visceral; debe ser estratégica.

No votamos por confiar en el proceso. Votamos porque la resistencia organizada sigue siendo esencial para debilitar al régimen, fortalecer nuestro músculo cívico y enfrentar el inminente asalto constitucional. Quizás, en determinados contextos, la abstención puede ser una forma legítima de resistencia cívica. No negamos que, bajo determinadas condiciones, negarse a participar sea un rechazo poderoso al sistema. Sin embargo, en la Venezuela actual, donde la abstención no se articula como acción colectiva organizada, sino como dispersión individual, creemos que votar estratégicamente — como un acto de resistencia activa, visible y estructurada — ofrece una mejor oportunidad para socavar al régimen y sostener el músculo cívico ante el asalto constitucional que se avecina.

La ruptura de confianza

El pueblo venezolano ha demostrado su voluntad de cambio: en las primarias de 2023, en las elecciones de 2024, en el rechazo masivo al referéndum sobre el Esequibo, en las luchas laborales, estudiantiles, y en la exigencia de justicia por los presos políticos.

Sin embargo, esa voluntad ha sido traicionada no solo por la colaboración oportunista de algunos sectores, sino también, dolorosamente, por el liderazgo que convocó la movilización popular y luego no supo acompañarla.

Cuando el fraude del 28J generó una rebelión popular, el liderazgo no estuvo allí. Cuando se prometió “cobrar” con la instalación de un nuevo gobierno el 10 de enero, se alimentaron expectativas que luego fueron defraudadas. Esta doble ruptura profundizó la desconfianza popular y minó la capacidad de convocatoria.

Hoy, la mayoría política persiste, pero su cohesión emocional ha sido gravemente dañada.

Este hecho debe ser reconocido con humildad, no negado ni minimizado, para poder abrir una nueva etapa de reconstrucción cívica real.

¿Por qué participar, entonces?

Participar en mayo de 2025 no es un acto de fe. Tampoco es una validación del sistema.

Es, ante todo, una apuesta estratégica basada en cinco razones fundamentales:

  1. La abstención no impide la legitimación: El régimen llenará los cargos igual, incluso con bajísima participación. Pero el silencio facilita su narrativa de normalidad. La resistencia visible lo desestabiliza.
  2. Votar no es legitimar: El régimen ya perdió toda legitimidad. De eso no se regresa. Pero aún puede imponerse por la fuerza. Votar no es reconocerlo: es rechazar la imposición del silencio, es negarse a dejarles solos en la cancha con su brutalidad. La dictadura no teme al voto por lo que pueda contar, sino por lo que puede convocar.
  3. Hay que mantener vivo el músculo organizativo: Cada elección es una oportunidad para ensayar redes de protección y organización territorial. Sin ejercicios de organización, el cuerpo cívico se atrofia.
  4. Fragilidad acumulativa: El régimen madurista no es un poder monolítico, sino una hidra: cuando pierde una cabeza, se adapta, se regenera, muta. Pensar que caerá de un guamazo, una fecha clave o un desenlace heroico es ignorar su naturaleza. Solo el desgaste acumulado, repetido, organizado, puede mermarle. Cada elección, cada denuncia pública, cada red que se activa, es una grieta más que acumula su fragilidad.
  5. Prepararse para la verdadera batalla: El referéndum constitucional será un hito estratégico. Llegar a esa cita con un movimiento cívico desmovilizado sería un suicidio político.

¿Cómo participar sin ser absorbidos?

La clave está en cambiar el marco de interpretación. No se vota para ganar cargos. Se vota para acumular fuerza y exponer la ilegitimidad. Se vota para reconstruir redes cívicas y entrenar la resiliencia política. Se vota para resistir.

Esto exige:

  • Narrativas claras: movilizar sobre la base de la resistencia activa, no de promesas ilusorias.
  • Redes de conteo paralelo y solidaridad cívica: anónimas, descentralizadas, resilientes.
  • Organización comunitaria: donde cada centro de votación sea también un centro de resistencia social.
  • Denuncia rápida y metódica: documentar cada abuso, cada irregularidad.
  • Presión internacional sin subordinación: denunciar, sin caer en la súplica ni en el entreguismo.

¿Todo esto ya no se ha hecho acaso?

Participar de esta manera no garantiza victorias inmediatas.

Pero no participar garantiza el avance del cierre total.

La lucha en Venezuela no será limpia, ni corta, ni heroica en el sentido romántico.

Será sucia, larga, dura. Será política en el sentido más cruel y también más verdadero: una lucha de voluntades organizadas bajo condiciones de asimetría brutal.

Por eso, hoy más que nunca:

No dejemos que la desesperanza nos paralice. No dejemos que el oportunismo nos compre. No dejemos que la dictadura cierre la historia sin resistencia.

Hacer del voto resistencia activa es la afirmación de que aún existimos como cuerpo político.

Es la preparación para el momento decisivo que vendrá.

¿Quién teme a la Quinta Ola? Crítica a la fragilidad de la rebelión digital

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Hace más de una década, un libro autopublicado por su autor, casi clandestino, The Revolt of the Public and the Crisis of Authority in the New Millennium, impactó a las élites de Silicon Valley.

A pesar de su influencia entre analistas y tecnólogos, que lo veían como un texto profético sobre el empoderamiento digital, quedó años fuera del alcance del público general, hasta que el start-up financiero Stripe lo editara y distribuyera masivamente en 2018. Traducido al español en 2023 por una editorial argentina como La rebelión del público: La crisis de la autoridad en el nuevo milenio, alcanzó por fin a los lectores hispanohablantes, que comenzaron a descubrir su relevancia.

Su autor, Martín Gurri, un analista jubilado de la CIA de origen cubano, sostiene que el diluvio de información de la revolución digital ha desmantelado la autoridad tradicional de las jerarquías, dando paso a un público empoderado y furioso que rechaza sistemas, programas e ideologías. Gurri llama a este fenómeno la “Quinta Ola”, un tsunami de caos social que derriba pero no construye.

Gurri construye su teoría sobre olas de rebelión gestadas en plataformas digitales: las protestas en Irán (2009), impulsadas por blogueros como Hossein Derakhshan (Hoder); la Primavera Árabe en Egipto, donde Twitter fue un megáfono de la indignación; el Brexit y el movimiento MAGA de Trump, ejemplos de cómo las redes convierten el descontento en arma política. Estos casos, afirma, demuestran que el público ha quebrado el monopolio narrativo del poder. Sin embargo, esta lógica se desmorona frente a regímenes como los de Venezuela o Cuba, donde la disidencia — por más viral que sea — choca contra un muro de fusiles y cárceles. Aquí, la represión no discrimina entre tuits y cuerpos: borra ambos con la misma saña. La pregunta entonces no es ¿hasta dónde llega la ola?, sino ¿qué valor tiene una ola que se estrella contra el acantilado de un poder indiferente a su legitimidad?

La seducción de la tesis de Gurri radica en su diagnóstico contundente: la revolución digital ha dinamitado el control de las élites sobre la narrativa pública, resquebrajando gobiernos, medios e instituciones que ahora enfrentan a una audiencia escéptica y armada con un clic. Pero su apuesta va más allá. Al proponer la “Quinta Ola” — un sismo descentralizado impulsado por multitudes que rechazan dogmas y jerarquías — , Gurri no solo desafía los modelos clásicos de cambio social, sino que confronta directamente a Malcolm Gladwell quien, en Small Change: Why the Revolution Will Not Be Tweeted, defendía que la transformación política exige redes humanas sólidas, no el caos efímero de lo digital. Para Gurri, sin embargo, ese mismo caos es la savia de una nueva era: ciclones que agrietan órdenes establecidos, aunque dejen tras de sí escombros y no cimientos.

Pero es precisamente aquí donde la tesis de Gurri se tambalea frente a regímenes que ignoran el clamor digital. En Venezuela, ciudadanos armados con teléfonos y hashtags exponen la corrupción, represión y decadencia del regimen madurista ante el mundo. En Cuba, las protestas de 2021 inundaron las redes con protestas, marchas y consignas de libertad. La “Quinta Ola” estaba presente, deslegitimando a los tiranos. Pero Maduro bloqueó las redes sociales y Cuba cortó el acceso a internet, ambos sacaron a sus matones a la calle. La represión prevaleció: las cárceles se llenaron y el silencio se impuso a palos. Gurri afirma que el poder colapsa al perder el control de la información, pero ¿qué pasa cuando ese control no importa? ¿Cuando la autoridad se sostiene no en la aprobación, sino en el miedo y la violencia? En esos casos, la revuelta del público se reduce a un lamento.

La promesa rota de la Quinta Ola

La “Quinta Ola” derriba sin proponer. Desnuda a los poderosos, pero no los expulsa. Al poder corrupto no le importa quedar expuesto; se vanagloria de su “malismo”, de su propia infamia. El libro nombra y analiza la potencia del caos para la transformación política, pero no responde qué hacer cuando el caos no alcanza. Tampoco tiene que hacerlo. En Caracas, la reacción popular al fraude electoral madurista se quebró por la represión, la falta de organización y liderazgo; en La Habana, los manifestantes fueron silenciados sin una vanguardia que los uniera. La “lógica sectaria” que Gurri describe, esa ausencia de unidad, es la grieta que abre paso a la derrota de la rebelión.

No niego la verdad de su diagnóstico. La erosión de la autoridad es innegable: estos gobiernos se sostienen sobre escombros de credibilidad, sin legitimidad, mientras el público, con su megáfono digital, los acosa. Pero Gurri parece tan fascinado por la revuelta que olvida que no toda crisis de autoridad lleva a la liberación. En regímenes frágiles, la “Quinta Ola” puede derribar presidentes o forzar reformas; en dictaduras, solo aumenta la lista de mártires. El libro no tiende un puente entre el derrumbe y la reconstrucción, y esa omisión lo deja varado en la orilla del cambio real.

Un espejo incompleto

The Revolt of the Public es un espejo que refleja nuestro tiempo: la ira de caótica de los marginados e insatisfechos, la ambición desmedida de las élites y el vértigo de un mundo en interregno. Sin embargo, es un espejo que no termina de reflejar a América Latina, donde las dictaduras no son meros ecos del pasado, sino heridas abiertas que sangran en presente continuo. Gurri escribe desde una perspectiva que presupone cierta porosidad en el poder, donde la opinión pública puede filtrarse y alterar las estructuras al saltar desde el mundo digital. Pero en Venezuela, Cuba o Nicaragua, el poder no es poroso; es un muro de concreto reforzado con fusiles. La Quinta Ola puede gritar, pero no siempre tiene dientes.

Resistir sin vencer

Valoro en Gurri el intento de darle sentido a las formas postindustriales de la contestación colectiva. Pero mientras Eunice Paiva, desde otra época, rebela en Ainda Estou Aqui la transformación de su pérdida en una lucha tangible por la justicia, la Quinta Ola de Gurri parece quedarse en el umbral: derriba, pero no construye. Es una resistencia sin victoria, un eco que retumba sin romper el silencio. Leer The Revolt of the Public es enfrentar una verdad incómoda: el poder ya no necesita que lo crean para aplastarnos. En su descomposición, le es indiferente la popularidad, la reputación o la legitimidad. Y en ese vacío entre la revuelta y la redención, seguimos lamiéndonos las heridas, esperando que el tiempo, o algo más, forme la costra.

Heidi Reichinnek: la reina roja de TikTok que salva a la izquierda alemana

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Hay mucho en juego en las elecciones alemanas de este domingo. Para el país y para Europa. La prensa local dice que “podrían ser las más trascendentales desde que Kohl dejó el poder tras 16 años”.

El “motor económico” de Europa no crece desde hace casi cinco años. Dependía de la energía barata rusa y del mercado chino. La guerra en Ucrania interrumpió lo primero. El auge de la industria automovilística china tiene en jaque lo segundo. El costo de vida sube sin freno en un país donde el temor a la inflación tiene raíces históricas.

Súmale el debate sobre inmigración — legal o no — en una Alemania que envejece, y las incertidumbres que abre el giro geopolítico con Trump. Eso, más la lucha contra el calentamiento global, aprietan y rompen un panorama político ya fracturado.

No habrá sorpresas: Friedrich Merz, de la CDU, debería ganar. Para gobernar, necesitará aliarse con el SPD, los verdes y algún partido menor — reedición de la coalición que, bajo Merkel, consolidó el consenso neoliberal y la austeridad como política de Estado. El caldo de cultivo para el fascismo del AfD, como apuntan en sus estudios las economistas Isabella Weber y Clara Mattei.

El pacto roto

Pero en la campaña pasó algo grande: Merz rompió el “cordón sanitario”, el pacto que aislaba a la ultraderecha desde la posguerra, al juntarse con los neonazis del AfD para respaldar una resolución contra la inmigración ilegal. Lo hizo por oportunismo político, calculando que la movida reforzaría su popularidad entre un electorado inquieto ante una serie de ataques violentos cometidos por migrantes.

Pero le salió el tiro por la culata: desató un cisma en un panorama ya fracturado, donde quizá el mayor beneficiado haya sido Die Linke — el viejo partido de izquierda de la RDA — impulsado por su lideresa, Heidi Reichinnek.

En el debate que sacudió el Bundestag, la líder de la fracción parlamentaria de Die Linke se plantó con furia. Heidi Reichinnek habló sin filtro, lejos del tono tieso del Parlamento. Acusó a Merz de abrirle la puerta al fascismo. Soltó un grito más de Comuna de París que de Bundestag: «No os rindáis, resistid al fascismo, ocupad las barricadas», con el que estremeció el lugar y prendió las redes. Los jóvenes se volcaron a Die Linke. La popularidad casi se duplicó. El partido, bajo el 5% y al borde del abismo, revivió. Su discurso despertó a una izquierda aletargada y clavó el traspié de Merz como el momento clave de la campaña.

La dupla que revive a Die Linke

Desde entonces, Reichinnek no para de crecer. La llaman la “Reina Roja de TikTok”. Pero no sube sola: una dirigencia unida y Gregor Gysi la sostienen. El veterano es de los más filosos en Alemania. Su lengua corta como látigo en el Bundestag. Debate con una maestría que hasta sus rivales aplauden. Reichinnek es la cara de este resurgimiento; Gysi, sus raíces. Su historia y estrategia levantaron a Die Linke del pozo. Ahora, a días de la elección, con 6.9% en las encuestas, pesa en las negociaciones para formar gobierno.

Merz cruzó una línea el 29 de enero de 2025 al aliarse con el AfD. No fue solo un error: quebró una tradición democrática de 70 años, nacida del pasado nazi de Alemania. El AfD, con 20–22% y cerca del segundo lugar, puede redibujar el mapa político, más ahora con el respaldo trasatlántico del trumpismo estadounidense. Die Linke, con 6–9% bajo Reichinnek y Gysi, tira del otro lado. Polariza el terreno entre una izquierda viva y una ultraderecha normalizada.

Voces contra el fascismo

El auge de Die Linke no es casualidad. La derecha y el fascismo avanzan en Europa y el mundo. Reichinnek y Gysi hacen lo que AOC y Bernie Sanders en Estados Unidos: plantarse contra el autoritarismo y el espectro del fascismo. Estas voces no solo resisten; despiertan a quienes ven el peligro de repetir la historia. En esta coyuntura, con el AfD oliendo poder y el mundo mirando, su rebelión grita que la democracia no se defiende callando. Apoyarlas no es opción, es necesidad.

Todavía Estoy Aquí: cicatrizar el dolor, memoria y resistencia en estas tierras

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Hay heridas que nunca terminan de cicatrizar. Nos las lamemos una y otra vez, como animales que intentan curarse, esperando que el tiempo forme la costra. Pero ahí siguen, vivas, punzándonos con su dolor. Algunas siguen supurando a pesar del tiempo, como los crímenes de lesa humanidad de las dictaduras del Cono Sur; otras nuevas se abren cada día, como las que deja la represión y el terrorismo de Estado en Venezuela. Ainda Estou Aqui, de Marcelo Rubens Paiva, y La Llamada, de Leila Guerriero, parecen formar parte de ese intento incesante de la sociedad por cicatrizar sus heridas: al revisar sus historias, al conectar lo íntimo con lo político, lo personal con lo colectivo, la tragedia de una familia con la lucha de un país, nos obligan a volver una y otra vez sobre el dolor, quizá como forma de sanarlo.

La vida de Eunice Paiva y sus cinco hijos da un giro trágico cuando su marido, el exdiputado Rubens Paiva, es desaparecido por la dictadura brasileña. Los militares ocultan su muerte bajo tortura con el cuento de un rescate por un “grupo terrorista”. Ainda Estou Aqui repasa las casi cuatro décadas de lucha de Eunice por descubrir la verdad sobre el destino de su marido, una batalla que es, en esencia, la de Brasil por recuperar la democracia, la justicia y los derechos de los más vulnerables en una sociedad más justa.

Eunice no se quiebra: se reinventa. No se presenta como víctima, sino que enfrenta a los militares; su orgullo no se doblega ante los torturadores. Se convierte en abogada de derechos humanos, canaliza su dolor en una causa mayor y, con una fuerza vital inquebrantable, saca adelante a sus cinco hijos. No se deja consumir por el odio ni por la desesperanza. La dictadura pudo arrebatarle a su esposo, pero no su dignidad ni su determinación de seguir en pie.

“El crimen fue contra la humanidad, no contra Rubens Paiva. Necesitamos estar sanos, bronceados para la contraofensiva. Angustia, lágrimas, odio, solo entre cuatro paredes. Fue mi madre quien dictó el tono, ella quien nos enseñó”, escribe su menor hijo, Marcelo, el único varón de la familia.

Aquí es donde la historia deja de ser solo memoria y se convierte en un espejo: más allá de la denuncia política, muestra cómo una tragedia familiar se transforma en un proceso de reconstrucción social; cómo la pérdida personal se convierte en la búsqueda de justicia de todo un país. Y en ese reflejo, nos confronta con una pregunta que persiste en cada historia de violencia y resistencia: ¿cómo seguir adelante cuando te lo han arrebatado todo? Una pregunta que resuena hoy ante la brutalidad del terrorismo de Estado en Venezuela y que nos recuerda que, en América Latina, las dictaduras no son solo un espectro del pasado, sino un ciclo en el que seguimos atrapados.

El eterno retorno

Durante 18 semanas consecutivas, Ainda Estou Aqui se mantuvo como el libro más vendido en Brasil, mientras su adaptación cinematográfica compite este año por el Óscar a mejor película extranjera. Por su parte, el suplemento literario del diario El País nombró La Llamada, de Leila Guerriero, mejor libro de 2024 en Iberoamérica. El éxito comercial de estas obras refleja una lenta y dolorosa digestión del pasado, un intento por aprender para que no se repita. Un proceso que recuerda a la sociedad alemana tras el nazismo, donde la memoria se convirtió en pilar para impedir el regreso de la barbarie.

Mientras Brasil intenta procesar los horrores de su dictadura, en su vecino Venezuela esa historia sigue escribiéndose: un terrorismo de Estado que persiste bajo la dictadura de Maduro, como si el fantasma del pasado se resistiera a desaparecer.

En una entrevista, Fernanda Torres, protagonista de la película, trata de explicar que Brasil fue víctima de su tiempo: “Las dictaduras de Suramérica no eran un asunto de repúblicas bananeras. Formaban parte de la macropolítica de la época. Por eso siempre repito que fuimos víctimas de la Guerra Fría”. La pregunta es entonces inevitable: si Brasil fue pieza de aquel ajedrez geopolítico, ¿no es Venezuela hoy reflejo de una Guerra Fría 2.0, en la que las grandes potencias vuelven a jugar a favor de las dictaduras?.

Quizás por eso la historia se repite. Si antes las dictaduras en América Latina fueron patrocinadas por las potencias de la Guerra Fría, hoy nuevos y viejos imperialismos compiten por mercados y zonas de influencia, dejando a los países atrapados en esa pugna: como ocurre hoy con Ucrania o Siria. No es un accidente, es un síntoma de una geopolítica donde las dictaduras siguen siendo herramientas de control e influencia. Como entonces, las grandes potencias no ven regímenes autoritarios, sino aliados estratégicos. Y como siempre, los que pagan el precio son los pueblos sometidos al terrorismo de Estado. Nada debemos esperar, salvo de nosotros mismos, para reconquistar la democracia

Recordar es resistir

La memoria histórica no es un acto nostálgico, sino un puente entre el horror de ayer y la resistencia de hoy. Como advirtió Hannah Arendt, todo régimen totalitario necesita borrar su propio pasado para garantizar su supervivencia. De ahí que la lucha por recordar no sea solo un deber moral, sino un acto de resistencia. En sociedades marcadas por la violencia, el recuerdo no es pasado: es un campo de batalla donde se decide el futuro.

Si en Brasil y Argentina las heridas se suturan con justicia y relatos, en Venezuela el régimen sigue disparando contra el tiempo: desaparecidos retenidos en cárceles clandestinas, reclusorios convertidos en centros de tortura, niños tras las rejas, familias destrozadas por la incertidumbre o por las condiciones inhumanas del encarcelamiento. Pero esta tragedia no ocurre en el vacío. Como antes lo fue el Cono Sur, Venezuela es hoy un escenario de fuerzas que la trascienden. Forma parte de una macropolítica donde viejos y nuevos poderes compiten por mercados, territorios y áreas de influencia, mientras la vida de la gente común se convierte en pieza prescindible en el tablero global. La represión interna no es solo el reflejo de un régimen que se perpetúa, sino de un sistema de poder donde las dictaduras siguen siendo funcionales.

Aun así, las historias como la de Eunice Paiva no son solo advertencias: son pruebas de que el terror no es invencible. Por cada víctima del Cono Sur que exhumó la verdad, hay hoy en Venezuela una madre que grita el nombre de su hijo frente a una prisión, un preso político que sobrevive al encierro con la dignidad intacta, un estudiante que alza la voz donde otros fueron silenciados. La máquina de borrar fracasa cuando alguien insiste en nombrar lo innombrable.

Leer Ainda Estou Aqui es, en el fondo, un acto de resistencia contra esa máquina de borrar. No solo nos cuenta lo que fue, sino que nos interpela: ¿qué hacemos con esa memoria? Porque la historia, como el dolor, solo se transforma si alguien decide sostenerla, darle sentido y convertirla en acción.

Del Terrorismo como Espectáculo… y cómo vencerlo

El terrorismo es, en esencia, una herramienta de propaganda que utiliza la violencia para transmitir su mensaje. Se rige por la lógica del espectáculo como instrumento de poder. No busca el daño físico por sí mismo, sino desestabilizar el orden simbólico, captar la atención y amplificar una narrativa de miedo.

La represión post-electoral en Venezuela se inscribe en esta dinámica, pero desde el Estado. Aquí, el poder se convierte en el principal actor de una violencia espectacularizada que busca infundir miedo y reafirmar su dominio sobre las libertades ciudadanas. El terrorismo de Estado no se limita al control social mediante la fuerza; su verdadero fin es propagandístico: proyectar una imagen de omnipotencia y anular cualquier forma de disidencia. A través de desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, torturas y represión masiva, el Estado no solo elimina a sus opositores, sino que envía un mensaje claro a la sociedad: el poder es absoluto y la resistencia, inútil. Este terrorismo se disfraza bajo discursos de “seguridad nacional” o “protección del orden”, pero su esencia es el control mediante el miedo que busca normalizar la sumisión y silenciar la crítica.

Cada detención, cada acto represivo, es calculado para maximizar el miedo y la indignación, mostrando la fuerza del régimen. La repetición de estos actos busca crear un clima de tensión permanente, reforzar la sensación de inseguridad y desestabilizar la cotidianidad.

El terrorismo de Estado no solo afecta a sus víctimas directas, sino que intenta transformar a la sociedad en su conjunto, intentando imponer una lógica de sospecha y control que justifica la expansión del poder estatal y la restricción de libertades. La respuesta más contundente a esta lógica del terror no es la sumisión, sino la resistencia activa. No se trata de ignorar el peligro, sino de negarse a permitir que el miedo dicte nuestras vidas. Esto implica recuperar la autonomía y la capacidad de acción, rechazar la narrativa del terror y, sobre todo, reconstruir los lazos comunitarios. La solidaridad se convierte así en el antídoto contra la fragmentación social que el terrorismo busca imponer.

Actuar frente al terrorismo no significa caer en la trampa de la represión desmedida o la militarización de la vida cotidiana, sino construir alternativas que desactiven su poder simbólico. Esto implica cuestionar el espectáculo del terror, negándole el protagonismo que busca. La verdadera derrota del terrorismo no se mide en bajas o capturas, sino en la capacidad de una sociedad para mantener su cohesión, su humanidad y su libertad, incluso frente a la adversidad. Hacer el miedo a la espalda es un acto de rebeldía contra quienes intentan gobernar mediante el pánico, y una reafirmación de que la vida, en su diversidad y complejidad, siempre encontrará formas de florecer más allá del control y el miedo.

Todos a marchar mañana por la vida y contra la dictadura.